Para llegar al cementerio central de Viena (Zentralfriedhof) hay que coger un tranvía y esperar como 17 o 18 paradas antes de apearse. Es el número 71 y se puede coger en zonas muy céntricas, junto a la Ópera o también al lado del Palacio del Belvedere. Se tarda un rato en llegar. El cementerio tiene hasta cuatro paradas, así es de grande. Para ir a donde nosotros íbamos, lo suyo es bajarse en la segunda, que es la que te deja más cerca de la entrada principal y de la glorieta de los músicos. Nosotros, desconocedores entonces de esto, nos bajamos en la primera y nos dimos un silencioso paseo bajo las sombras de los árboles, entre lápidas con apellidos como Schindler, Bauer, Müller, Keller o Wagner. Pero no ese Wagner.
Los cementerios tienen algo mágico. Las historias encerradas bajo tapas de piedra permanecen sólo mientras alguien las recuerda. Caminas entre las frías losas mirando las fechas y te preguntas quiénes fueron. En algunas aparecen pistas sobre su oficio, en otras se indica la edad con que fallecieron quienesquiera que fueran, y te preguntas cómo murieron. Las tumbas desprenden la energía de quienes las ocupan. O tal vez seamos nosotros quienes proyectemos en ellas nuestra propia admiración hacia las personas cuyos restos reposan bajo la fría piedra.
Para llegar al cementerio central de Viena hay que coger el tranvía 71. Se tarda un buen rato en llegar. El cementerio tiene hasta cuatro paradas, así es de grande. Para ir a la glorieta donde están los músicos, el sector 32A, hay que bajarse en la segunda, que es la que te deja más cerca de la entrada principal.
Sí. Lo admito. Me gusta visitar las tumbas que guardan los restos de personas a las que admiro. ¿Fetichismo? Puede ser. Pero me gusta. Visité en Villaviciosa de Odón (Madrid) las de Jesús de la Rosa y Juan José Palacios, ‘Tele’, antes de escribir mi libro sobre la Historia del Rock Andaluz. En Venecia visitamos en el cementerio de San Miguel, que ocupa toda una isla, la isla de los muertos, entre la ciudad de los canales y la isla de Murano, las tumbas de Igor Stravinsky y su segunda esposa, Vera, y la del, también ruso, bailarín Sergei Diaghilev. La de Johann Sebastian Bach, en Leipzig, presidiendo la iglesia de Santo Tomás de la que fue tantos años organista. O la del matrimonio formado por Robert y Clara Schumann en el cementerio de Bonn, donde también está enterrada la madre de Ludwig van Beethoven.
El sector 32A
Beethoven abandonó Bonn siendo muy joven y nunca regresó. Se instaló en Viena, capital mundial de la música entonces, como hicieron tantos otros músicos de su época, anteriores a él y también posteriores. Y muchos de ellos, como Beethoven, nunca dejaron la capital austriaca. En el cementerio central de Viena, no el único, pero sí el mayor cementerio de la ciudad, reposan los restos de algunos de los compositores más grandes de la historia: Beethoven, Franz Schubert, Johannes Brahms, por supuesto toda la saga de los Strauss, Franz von Suppé, Gluck… y así hasta Arnold Schoenberg, fallecido en 1951 y enterrado un poco más lejos del sector 32A, que es donde se encuentran las tumbas de los primeros.
Hasta Wolfgang Amadeus Mozart, cuyos restos mortales fueron depositados en una fosa común en otro cementerio de la ciudad, y allí siguen, tiene su propio monumento frente a las tumbas de Beethoven y Schubert.
No sé qué esperaba encontrarme. Reconozco que sentí un poco de congoja ante las tumbas de Beethoven y de Brahms. Sólo sus apellidos como epitafio. En la de Beethoven, un texto en alemán señala que los restos del compositor fueron depositados en 1827, tras su muerte, en el cementerio de Währing y que hasta 1888 no se trasladaron hasta su definitivo emplazamiento. Nada más. Con «Beethoven» está todo dicho. Y con «Brahms» lo mismo. Ni un nombre de pila, ni iniciales. No hace falta. Sólo dos años separados por un guion: 1833-1897. Y a su lado, la de Johann Strauss hijo, el de El Danubio azul, y su esposa Adele, que murió con la misma edad que el compositor, pero 31 años más tarde. Es exuberante como sus valses, con angelotes, ninfas y arpas doradas,
Monumentos
De todos ellos, por supuesto, nos queda su música, que se puede oír en vivo en las salas de concierto que hay repartidas por la ciudad. Y decenas de pequeños monumentos que nos recuerdan la ciudad fue grande no sólo por sus emperadores y emperatrices, sino también por algunos de sus habitantes. Es muy conocido el monumento a Strauss, en el que la estatua de bronce bañada en oro del compositor toca el violín. Se encuentra en Stadtpark, uno de los muchos parques de la ciudad, no muy lejos de la Ópera, el Musikverein o el Koncerthaus de Viena.
El propio Johannes Brahms tiene otro monumento, espectacular por sus dimensiones, frente a la igualmente espectacular iglesia de San Carlos Borromeo, que mira directamente al Musikverein. Se ve a un Brahms maduro, de generosa barba y pensativo, quizá triste por su eterno y probablemente nunca resuelto mal de amores.
Junto a la sobria tumba de Brahms, la de Johann Strauss hijo, exuberante como sus valses, con angelotes, ninfas y arpas doradas
O el de Mozart, que se encuentra en el Burgartten, otro de los muchos jardines palaciegos de Viena, que nos muestra al compositor de Salzburgo mucho más joven (cierto es que murió antes de cumplir los 36 años, mientras que Brahms vivió hasta los 64), casi adolescente, en una actitud, tal vez, de cierta arrogancia, que no discuto que seguramente tendría razones para permitirse. A sus pies, numerosos vieneses hacen picnic o se recuperan de alguna caminata al fresco de las sombras de los árboles. Aún queda mucha Viena por recorrer.
Continuará…