‘Siete Jereles’: Una película sobre raíces y mestizaje

Toda la película gira en torno a las raíces y en torno al mestizaje. El flamenco de Jerez es la suma de todo lo que es y ha sido, desde Manuel Torre a los Delinqüentes, pasando por el nuevo flamenco de Diego Carrasco y un sinfín de formas, donde el flamenco se llega a confundir (fundir con) con el rock, el blues, el tango argentivo, la música polifónica y hasta el hip hop.

La niñez es la patria del poeta. Mi infancia son recuerdos, dijo Antonio Machado. Gonzalo García Pelayo camina hacia atrás por el Jerez donde echó los dientes y busca con su hermano Javier la casa en la que descubrió la vida. «Bringing it all back home», escribió Fran G. Matute en su reseña de la última película exhibida en cines de García Pelayo, dirigida junto a Pedro G. Romero, en un guiño dylaniano. De algún modo, Siete Jereles trata sobre folk. Sobre música y cultura popular. Sobre raíces y mestizaje.

Siete caballos, cuatro blancos y tres negros, recorren solitarios la noche jerezana, que suena a vino y sabe a flamenco, el cante lírico de los pobres de Andalucía. La noche lo impregna todo y, así, el arte de Jerez se desliza desde la calle al tabanco, del teatro a las iglesias, de un estudio de grabación a una bodega, de un museo donde se detiene el tiempo a los patios de las viviendas.

En el cine éramos tres. Todo un lujo que, quien no ha ido a ver la película, se ha perdido. El cine de García Pelayo siempre ha sido para esa inmensa minoría para la que escribía el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez. También esta Siete Jereles, película dirigida junto a Pedro G. Romero, en la que aborda las diferentes formas que adopta el flamenco, sin el preciosista artificio con que en su momento lo hizo el recientemente fallecido Carlos Saura, sino con toda la crudeza y hermosa fealdad que tiene la realidad. El cine de García Pelayo va más allá, pero de alguna manera podría entenderse casi como una versión hispana del nórdico movimento Dogma de los años 90.

Toda la película gira en torno a las raíces y en torno al mestizaje. El flamenco de Jerez es la suma de todo lo que es y ha sido, desde Manuel Torre a los Delinqüentes, pasando por el nuevo flamenco de Diego Carrasco y un sinfín de formas, donde el flamenco se llega a confundir (fundir con) con el rock, el blues, el tango argentivo, la música polifónica o la de Semana Santa y hasta el hip hop.

Vino y noche

Al vino generoso de las bodegas del marco que aparecen en la película le pasa como al flamenco. Es una tradición ancestral que no se entiende sin la mezcla. No es el vino tranquilo de añada, que en el ámbito musical podría tener su analogía con otro tipo de manifestaciones que deben consumirse pronto para no perder su interés. En Jerez no es así. En Jerez, el vino nuevo va pasando de una bota a otra, mezclándose con el que ya había, hasta completar su recorrido por las diferentes criaderas. Y sólo cuando el vino alcanza, en un viaje que dura años, la solera, se considera que está listo para disfrutarse.

La noche es la madre del flamenco. Es un espacio habitado por fantasmas y duendes, un entorno onírico, propicio para la ensoñación, un espacio de libertad creativa, un instante en el devenir del ciclo diario, en el que la vida y la muerte se dan la mano. La luz le ha comido el terreno a la oscuridad. El sol sale de noche, dice uno de los personajes. La película se desarrolla en el tiempo que separa (o une) la última claridad del día con los primeros síntomas del alba.

Los siete caballos de la película 'Siete Jereles' corriendo entre las bodegas de Jerez.
Los siete caballos de la película ‘Siete Jereles’ corriendo entre las bodegas de Jerez.

Toda una experiencia sensorial

Siete Jereles, más que una película es una experiencia sensorial. Se puede escribir de ella, pero no se puede contar. El lector no puede comprender la belleza de los planos cenitales, esos caballos corriendo por las venas y arterias de la ciudad, como la sangre que riega sus órganos vitales. Benditos drones, a los que se adora colectivamente en un momento de la película, como si de la encarnación terrenal de una divinidad (o la divinización de un simple hombre) se tratara.

Ni sentirá la emoción que produce el pregón a caballo de José de los Camarones o los Campanilleros que interpreta a capela uno de los personajes, que para mí representa uno de los muchos momentos cumbres que tiene la película. O el flamenco en el silencio casi religioso de una bodega. «El vino fuerte de las bodegas hace que en Jerez se cante con agresividad».

Tampoco será testigo o voyeur de esas conversaciones, siempre entre dos personas, en las que, en la intimidad de un paseo en la noche, se intentan desentrañar los misterios que encierra el arte flamenco y que, si no los desentrañan, al menos arrojan una nueva luz, desde la historia, desde la filosofía, desde la literatura o desde la experiencia sobre el fenómeno.

Lo avisé en la entrada anterior. El cine de García Pelayo, en este caso de la mano de Pedro G. Romero, siempre merece una oportunidad.

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