¿Por qué la gente se empeña en decirle cosas a mi perro? Por muy cariñosas que sean. ¡No le hables, no le mires y no lo toques! Ni a mi perro, ni a ninguno, salvo que sea tuyo. ¡Respeta su espacio y él respetará el tuyo!
Entiendo que mi perro es el perro más bonito del mundo. El Brad Pitt de los perros. Que la mirada se clava en él, sin que uno pueda evitarlo. Es un perro simpático, aunque tiene sus días, como su dueño; un perro cariñoso (conmigo) y también mimoso, tranquilo y juguetón a un tiempo, se puede pasar las horas durmiendo o corriendo sin parar, con una energía binaria, que o está o no está. Que cuando crees que no se cansa nunca, de repente, se apaga y se vuelve a enroscar sobre sí mismo para echarse una de esas siestas que dan envidia. ¡Pero es un perro! Y es mi perro…
Me ocurre, y estos días de verano, en los que el calor desquicia las mentes un poco más, lo estoy notando con mayor frecuencia, que cuando quiero avisar a algún incauto de que al perro no se le pueden hacer carantoñas, siempre llego tarde. Basta que un desconocido incline su cabeza y ponga cara de decir «cuchi, cuchi» y el perro salta como un resorte a ladrar como si no hubiera un mañana.
Perro chico, ladrido grande
Es lo único que hace, ladrar. Que es lo que, por otra parte, hacen los perros: ladrar. Si fuera un asno, rebuznaría y si fuera una persona hablaría, aunque en esta especie también los hay que ladran y que rebuznan. Y si hablara, le diría a quien se le acerca, con toda la amabilidad del mundo, «por favor, aléjate de mi, que me das miedo. Si tú te alejas yo no me asusto y tú no piensas que te voy a comer».
Porque ésa es otra. Mi perro, aun siendo un perro pequeño, tiene ladrido de perro grande. Si no lo ves y sólo lo oyes, te imaginarías un mastín, un dogo o alguna raza de las que impresionan por su tamaño y la profundidad de su ladrido. Pero si lo ves, te das cuenta de que es un chuchillo, un cruce de no sé qué con no sé cuántos, con genes de perro cazador, por su afilado hocico y su tronco atlético, y las patitas un poco cortas. ¡Pero créetelo, no lo mires!

Mi perro es un perro miedoso. Lo adoptamos con algunos meses más de la edad en la que estos animales socializan, entre los dos y los cuatro meses, cuando se acostumbran a la presencia de los seres humanos y a convivir con otros perros. El mío no tuvo esa oportunidad. Debió pasarse encerrado desde que nació hasta que la protectora lo rescató. Había escapado de su encierro y a punto estuvo una voluntaria de atropellarlo. Afortunadamente, en vez de atropellarlo, se lo llevó para buscarle un hogar. Y se lo encontró.
Al principio pensamos que era un perro agresivo, porque no paraba de ladrarnos. Desde luego, no era lo que queríamos. Buscamos ayuda profesional y nos sacaron de dudas. No era un animal agresivo, estaba cagado de miedo. Muchos cambios en su vida en muy poco tiempo, y nunca había convivido ni con otros animales ni con personas. Era cuestión de tiempo. Y al tiempo, con paciencia, conseguimos que se fuera acostumbrando a estar con nosotros y a vernos como garantía de seguridad y no como una amenaza.
Cuestión de tiempo
Ya no ladra todo el rato. Sólo ladra cuando se asusta, cuando percibe alguna amenaza, sea real o imaginada. No es el que llegó, ahora es un amigo fiel, que sabe cuándo estás triste, cuándo algo te preocupa y se acerca a ti a decirte que, pase lo que pase, ahí estará él siempre. Que sonríe, porque los perros sonríen, si te siente alegre, y que, cada día, te da la bienvenida cuando llegas de trabajar como si te hubieras ido a la guerra hace meses y no diera un duro por volver a verte. Seguramente, cada mañana al verte marchar piensa que lo estás abandonando y que tal vez no vuelva a verte nunca más, lo que explica su alegría desbordada en cada reencuentro.
Ésta es la historia de mi perro. Se ha vuelto un sinvergüenza que, en cuanto te descuidas, se sube a la mesa, seguramente para que su vista de perro bajito alcance mayor distancia cuando mira hacia el exterior. Pero todos los perros tienen una historia. Por eso a los perros de los demás no hay que mirarlos a los ojos, ni hay que hablarles, ni mucho menos tocarlos sin preguntar a su dueño cómo puede reaccionar.
Los animales de compañía son más leales que la pareja y más agradecidos que los hijos
Mi perro, cuando se asusta, sólo ladra. Mucho, pero sólo ladra. Si le mantienes el pulso un rato (un buen rato), lo que reconzco que no es fácil para quien no conozca al perro, empieza a espaciar los ladridos y a bajar el volumen, hasta que se refugia en una esquina, baja la cabeza y termina por entregarse a su suerte en una especie de «que sea lo que Dios quiera, haz conmigo lo que te apetezca, que me voy a dejar». Pero otros pueden reaccionar de otra manera para defenderse de lo que consideren una amenaza.

Una enorme responsabilidad
A veces se leen informaciones del tipo «El número de mascotas en España supera al de los niños», que muestran una realidad sesgada por las estadísticas. De alguna manera, las estadísticas son una forma de mentir con datos. Porque el dato aislado del contexto no es suficiente para generar información. Los animales de compañía son más leales que la pareja y más agradecidos que los hijos. E igual que cada perro tiene su propia historia, que explica en gran medida su carácter, cada persona con mascota tiene sus propias circunstancias, y no tenemos derecho a juzgarlas.
Que en España (o en Cincinnati, lo mismo da) haya más máscotas que niños no puede convertirse en un reproche. También existen más vehículos a motor que niños y nadie lo cuestiona. La razón por la que una persona decide tener una mascota no está directamente relacionada con tener o no hijos. A veces los niños y los perros coexisten. Otras, se suceden en el tiempo. En ocasiones no es posible tener hijos. Y tener un perro está al alcance de cualquiera. Otras veces, es una decisión personal y meditada la de no tener hijos. Y absolutamente respetable.
Tener hijos conlleva una enorme responsabilidad. Como tener mascota. No es la misma responsabilidad, ni son comparables. Ni yo las pongo en el mismo plano. Son responsabilidades diferentes, pero responsabilidades, al fin y al cabo. Y como tales, irrenunciables, en cualquier caso. Cuando decido meter un perro en casa, mi responsabilidad es hacia el animal y hacia el resto de la sociedad. Que esté bien atendido, bien cuidado, limpio, alimentado, sano… y que no suponga un problema para el resto de la humanidad. Mi parte trato de cumplirla: el perro ya no ladra, lo llevo atado cuando lo paseo, recojo sus excrementos en la calle… El perro es mío, yo lo disfruto y yo lo sufro. Pero el resto tiene que cumplir su parte: No lo mires a los ojos, no le hables, no lo toques… Así todos estaremos en paz. También el perro.