Fuego sobre Kiev

La información que llega de la guerra es siempre parcial. También en el caso de la guerra de Ucrania. Ése es el precio. Los periodistas y los medios sacrifican la verdad para poder contarnos lo que ven. Y lo que ven no siempre lo deciden ellos.

En Fuego sobre Bagdad (Mick Jackson, 2002), el personaje al que interpreta Michael Keaton, el periodista de la CNN Robert Wiener, se debate entre poder contar la guerra del Golfo desde la primera línea de batalla y tener que hacerlo bajo el prisma interesado y parcial de Sadam Husein. El reportero y la cadena aceptan finalmente las condiciones, conscientes del peligroso juego que supone elegir un determinado punto de vista para el relato. Más aun, cuando ese punto de vista no coincide necesariamente con el de uno mismo.

La primera víctima de cualquier guerra, siempre es la verdad. Siempre. La batalla de la propaganda es letal para la sociedad y para los sistemas. Especialmente para los que se tienen por democráticos, aun con sus imperfecciones. Tan letal, como las balas lo son para los soldados y las bombas para los civiles. Y esto no es algo que inventara Joseph Goebbles, aunque él ciertamente lo llevó a cotas nunca antes imaginadas.

La publicación en 1971 de los llamados Papeles del Pentágono por el New York Times y el Washington Post reveló que tres administraciones norteamericanas, las del republicano Dwight Eisenhower (1953-1961) y las de los demócratas John F. Kennedy (1961-1963) y Lyndon B. Johnson (1963-1969), ocultaron a la sociedad norteamericana y al mundo entero la realidad, que es otra forma de mentir, y siguieron enviando a morir al matadero de Vietnam a miles de jóvenes en nombre de una causa que ellos sabían perdida.

A los rusos, como en los años de la guerra fría, les han vuelto a crecer las orejas y el rabo. Por la información que nos llega a casa, vía grupos de whatsapp o stories de Instagram, los sabemos despiadados, asesinos, desalmados y violadores

En la Guerra del Golfo Pérsico, la que retransmitió en directo la CNN para todo el mundo, nos tragamos la imagen del cormorán ahogado en una mancha de petróleo como si de una víctima más de aquella guerra se tratara, cuando la realidad es que no tenía nada que ver. Aquella fue una guerra retransmitida por televisión. Y la información, pero también la propaganda que la ahogaba, llegó a todos los confines del planeta en tiempo, hasta entonces, récord.

Internet, ese campo de batalla

En todas las guerras ocurre igual. En la de Ucrania también. Hay algunas certezas (no hay duda sobre quiénes son los agresores y quiénes los agredidos) y mucha propaganda. En todas direcciones y alimentada ahora, además, por el hecho de ser la primera guerra retransmitida por redes sociales. Lo que significa que también se libra en el campo de batalla de internet, cuya capacidad de difusión y penetración supera todo lo imaginable hasta el momento.

A los rusos, como en los años de la guerra fría, les han vuelto a crecer las orejas y el rabo. Por la información que nos llega a casa, vía grupos de whatsapp o stories de Instagram, los sabemos despiadados, asesinos, desalmados y violadores. Y, por el contrario, las imágenes que nos llegan de los ucranianos nos muestran a civiles atendiendo a soldados rusos y poniéndolos en contacto con sus familias por videoconferencia desde el móvil, o a la tropa de Ucrania consolando a las víctimas tras el bombardeo de un hospital maternal en Mariúpol por la aviación de Vladímir Putin.

Esta semana todos los grandes periódicos mostraban en portada la misma fotografía, sobrecogedora, de Evgeniy Maloletka, de la agencia AP. La fotografía es espeluznante, informativa, real… El problema no está en la fotografía, sino en que todos los medios adoptaron el mismo punto de vista. ¿Pudieron haber elegido otro? No lo sé. Pero intuyo que no. Podían haber elegido otra foto (las tragedias son muy potentes visualmente), pero difícilmente otro punto de vista, porque el discurso de la guerra, de cualquiera, también está guionizado. Y no precisamente por los medios, que son únicamente eso: medios, intermediarios entre el emisor del mensaje y los receptores del mismo.

No se trata, por tanto, de un reproche a las empresas informativas ni a los reporteros, que se juegan literalmente la vida para contarnos sobre el terreno lo que ocurre a miles de kilómetros y que nos afecta a nosotros, en la comodidad de nuestra cotidianidad, de forma directa. Como sociedad y también como individuos. Afecta incluso al precio de calentarme los pies mientras escribo, en este desapacible y lluvioso día, parapetado en la seguridad de tener aún un techo bajo el que cobijarme y sentado tranquilamente delante del ordenador. No, no es eso. Mi admiración y reconocimiento para (casi) todos ellos, sin los que el silencio sobre lo que ocurre nos volvería locos. Sin embargo, no debemos obviar que, como en su día le ocurriera a Robert Wiener, sacrifican la verdad para poder contarnos, al menos, lo que ven.

No tengo dudas sobre de parte de quién estoy en esta maldita guerra. A todos nos obligan a elegir. Sólo intento ser consciente de lo que realmente está ocurriendo. El fin último de la desinformación no es hacer pasar la mentira por verdad. Es que terminemos por no creernos nada. Y yo estoy muy cerca de ese punto.

Puntos de vista

Quizá se entienda mejor con un ejemplo, real, de esta misma semana, cuando un medio de comunicación online, cuya imparcialidad me genera grandes dudas como The Objective, cuestionaba, porque no informaba, que otro medio de comunicación, éste audiovisual, sobre cuya parcialidad no tengo ninguna duda, la cadena pública catalana TV3, informara de la Guerra de Ucrania desde el frente ruso. Es decir, cuestionaba que el punto de vista adoptado para informar de la guerra era diferente al del resto de los medios.

Y ello, como se apuntaba al final de la información, «pese a que el corresponsal catalán informó con objetividad y no se ahorró críticas al Kremlin por rebajar a «intervención quirúrgica» lo que eran ataques a la población». El periódico señalaba que «las suspicacias que generó su servicio se centraban en el hecho de que se le permitiera cubrir desde Donetsk el conflicto bélico y con tropas que estaban «avanzando más allá de su autoproclamada república». A diferencia de China, además, TV3 es un medio de un país miembro de la OTAN».

De lo que no tengo dudas es de parte de quién estoy en esta maldita guerra. Ojalá no hubiera que elegir, ojalá no existieran bandos que no pudieran entenderse por vías diplomáticas. A todos nos obligan a elegir. Pero me gustaría, y no sé si lo conseguiré, ser consciente de lo que realmente está ocurriendo. El fin último de la desinformación no es hacer pasar la mentira por verdad. Es que terminemos por no creernos nada. Y yo estoy muy cerca de ese punto.

Al menos, fuera, llueve.

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