Lo sublime y lo grotesco caminan de la mano. Si la mano es la de Dios o la del diablo, da un poco igual pues ambas realidades son parte de lo mismo. El todo y la nada. La alegría y el llanto, la comedia y el drama, el cielo y el infierno. Lo que separa a la gran belleza de las miserias humanas es insignificante. De lo sobrenatural a lo mundano hay un suspiro que es un inmenso abismo diminuto. Como la vida misma.
El cine es un poco así también. Es realidad y evasión. Paolo Sorrentino nos vuelve a mostrar en Fue la mano de Dios, ahora en cines, su lado más felliniano. Si en La gran belleza nos regaló una personalísima revisión de La dolce vita, en su última película resucita al Federico Fellini de Amarcord (por los recuerdos infantiles) o Fellini 8 1/2 (por el oficio mismo del director y su búsqueda de un camino por el que superar su crisis, que también es de creatividad). El napolitano regresa al tiempo y al espacio de su infancia, que son un poco los de todos, y nos coloca ante situaciones tan cómicas como dramáticas, que se suceden con naturalidad, sin solución de continuidad.
La historia transcurre en el Nápoles de Diego Armando Maradona, aquel futbolista capaz de lo mejor y de lo peor, jugador tan brillante como tramposo, el despertar de la sexualidad y a la vida de un adolescente en una familia en la que el más cuerdo está de psiquiatra. Son personajes que sueñan, que añoran y que quieren, que conocen y que temen. Por algo el mar que baña la costa napolitana es el mismo Meditérraneo al que le cantó Serrat. Ahora toca pensar en el futuro, dice el protagonista de esta historia coral. Contradicción propia del materialismo dialéctico. Sólo quiero pensar en la felicidad, le contesta su hermano, mientras la hermana de ambos sigue encerrada en el baño.
Fue la mano de Dios es una historia con vistas al mar y tintes autobiográficos. Morirse sería casi una broma de no ser por la sensación de abandono que genera en quien sobrevive. Es el punto final y un punto de inflexión a la vez. O no. Una oportunidad inesperada para mirar al futuro. Pero hay que querer aprovecharla. La decrepitud tiene su misión y ésta es señalar el camino.
Es difícil escribir de una película (o un libro) y no terminar destripando algo de su contenido. Justo aquello que impulsa a uno a querer escribir sobre lo que acaba de ver. Así que sólo añadiré que el mejor Sorrentino regresa con una película exuberante y delicada, con una cuidada fotografía marca de la casa y llena de contrastes, en la que los personajes son grotescos y tiernos. Como en la vida real. La diferencia es que en el cine los (nos) podemos ver desde fuera.