En la muerte de Verónica Forqué

La muerte de Verónica Forqué ha puesto de nuevo sobre la mesa el falso debate sobre si los medios deben informar o no de los suicidios. Como si su renuncia a dar noticias arreglara los problemas de salud mental, a los que la sociedad y cada uno de nosotros les damos la espalda.

En más de una ocasión no he podido dormir acordándome de ella. La policía dijo que nunca quiso suicidarse. Que la mayoría no quieren hacerlo. Que casi siempre son simples llamadas de atención. Amagos que no llegan a más. Pero que a veces no somos capaces de verlo a tiempo. Lo hizo con pastillas. No sé cuántas pudo tomarse. Tras ingerirlas llamó a alguien. Creo recordar que contaron que le envió un mensaje de whatsapp. Le estaba diciendo, sin decirlo, que necesitaba ayuda. Pero el teléfono estaba apagado y aquel mensaje no lo leyó nadie.

Se escuchó un golpe seco. Sordo y breve. Nada que ver con lo que se ve y se oye en las películas. Aquel sonido, desagradable y desconocido, supo abrirse paso en la ruidosa redacción, donde hasta los teléfonos parecieron callarse por un momento. El cuerpo desplomado yacía en medio de la acera, en la calle. Fue en los primeros años de la última crisis económica. Había subido al edificio de oficinas que fue el más alto de la ciudad un tiempo y se había arrojado al vacío. Nadie supo verlo a tiempo. Tal vez, incluso, alguien le abrió la puerta del edificio o le preguntó, ya en el ascensor, a qué planta iba.

A veces los juguetes se rompen. No sirven, se tiran. Pero otras, aun rotos, todavía nos entretienen. Los usamos, los forzamos, los llevamos al límite de sus posibilidades… Y entonces se rompen del todo. Y es cuando llegan las lamentaciones.

Siempre ha habido y siempre habrá falsos guardianes de las falsas esencias. El debate no es (nunca lo ha sido) si los medios de comunicación deben informar o no de los suicidios. Sino si los suicidios son noticia o no lo son. Y la respuesta es obvia: depende de cada caso.

Entre las obligaciones de los medios de comunicación no está velar por la salud mental de los ciudadanos, sino de la sociedad en su conjunto. De los ciudadanos habrán de ocuparse la administración y los servicios sanitarios. También las familias y hasta los vecinos. Pero no los medios.

Éstos tienen la obligación de ofrecer noticias. Veraces, reales, importantes. No rumores o chascarrillos, ni bulos ni morbo, sino noticias. Informar no es deformar ni exagerar, ni debe tener más intención que la de aportar datos que contribuyan a la función social de los medios.

Una sociedad será mentalmente sana sólo si está bien informada. Requisito necesario, aunque no suficiente, está claro. No si le dicen lo que tiene que pensar o lo que está bien y lo que está mal, sino si cuenta con las herramientas para pensar por sí misma y para decidir libremente qué está bien y qué está mal. Lo demás es censura. Despotismo, si se quiere. Dictadura.

Y no exculpo a los medios de su denodada mala praxis. A veces un suicidio será noticia y otras no. Y cuando lo sea, sólo en estos casos, los medios habrán de esforzarse por contar la noticia en sus justos términos. Como si se tratara de una crónica política, una desgracia natural o un acontecimiento deportivo. Con la distancia del observador. Que el rigor no tiene que ver con el tema, sino con la actitud del informante.

En ocasiones, la enfermedad tiene como consecuencia la muerte. También ocurre en el caso de la enfermedad mental, aunque sus síntomas no sean igual de evidentes que en las enfermedades del cuerpo. Esconderla no la cura. Como tampoco el hecho de ocultar los suicidios los evita ni ayuda a prevenirlos. La mejor forma de reducir el contagio es acabar con el virus. Podemos negar su existencia. Pero, una vez más, nos estaríamos engañando.

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