Megan Carter (Sally Field) no tuvo reparos en arruinarle la vida a Michael Gallagher (Paul Newman) publicando una información falsa sobre éste, hijo de un mafioso, que le había filtrado el propio fiscal. ¿Cómo podía pensar ella que éste la estaba utilizando? Sidney Pollack lo llamó Ausencia de malicia y la película recibió varias nominaciones a los Oscar y algún que otro premio en 1981. Cuando la periodista supo, más tarde, que había sido manipulada, había cosas que ya no tenían remedio, incluida alguna muerte. Daños colaterales, pensó. Su intención había sido sólo contar lo que ella creía que era una información de interés público.
Me ha costado darme cuenta, por la propia ceguera corporativa, de la afición a las conspiraciones que tenemos la mayor parte de los periodistas. Unos más que otros, es cierto. En general, nos cuesta asumir los puntos de vista diferentes, siquiera para intentar entender esa realidad que llamamos poliédrica pero que en seguida reducimos a nuestra propia y miope visión. Tanto nos cuesta, que, de hecho, ni lo intentamos. Expiamos nuestra culpa en la imposibilidad de la objetividad, pero olvidamos que podemos apelar, al menos, a la profesionalidad. Nos quejamos del intrusismo, pero los primeros intrusos somos nosotros.
En algunos ámbitos, esto ocurre de forma mucho más que evidente. En otros se disimula más. Entre partido y partido, hemos tenido que convertir la ausencia de noticias en información. Y, así, no hay entrenamiento que se salve de su ¿polémica? No pocas veces, además, queremos ver esa polémica donde es obvio que no la hay. Y donde antes había un periodista emerge el entrenador que todos llevamos dentro para cuestionar las decisiones que, acertadas o no, corresponden sólo y exclusivamente al míster.
Es sólo un ejemplo. En España, ya se sabe, somos 44 millones de entrenadores de fútbol y otros tantos vulcanólogos, epidemiólogos, economistas, presidentes del Gobierno… Y también somos 44 millones de periodistas, formados, como los anteriores, en la Universidad de mis santos pantenes: porque yo lo valgo.
Nos apresuramos a ver una crisis en un estornudo. Un giro de guión en una palabra desconocida. Pensamos que las cosas son sólo porque las conocemos. No damos una oportunidad a nuestra ignorancia. Y creemos que lo que desconocemos no existe. Nos pensamos demiurgos y no somos, la mayor parte de las veces, más que meros títeres al servicio de las fuerzas del mal.
El periodista está obligado a contar lo que pasa y no lo que se dice. Pero con frecuencia lo que pasa dista mucho de lo que nuestras fuentes de información, interesadas y por definición parciales, dicen que pasa. El plural es sólo cuestión de estilo, que las más de las veces la fuente es una, que no trina. Hay quien apela de forma orwelliana a la neolengua del fact cheking como si lo de contrastar las fuentes fuera cosa de las nuevas narrativas y no esa vieja costumbre de nobleza periodística, arrumbada por falta de uso en algún rincón de aquellas redacciones ruidosas que olían a humo de tabaco, whisky rancio y tinta fresca.
No ayuda, desde luego, la presión de las redes sociales ni la imitación que los medios de comunicación hacen de éstas, obligados (¿por quién?) a ofrecer cinco versiones al día de una realidad que no debería tener versiones. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, que canta Joan Manuel Serrat.
Nos conformamos con atribuir el punto de vista desde el que escribimos a nuestras fuentes, que ya casi siempre libran sus batallas desde el anonimato. Del máximo nivel, decimos. Bien informadas. Próximas. La Constitución nos otorga el derecho a no revelar las fuentes, pero como salvaguarda del derecho de los ciudadanos a recibir una información libre y veraz, no como coartada en luchas fraticidas que no van con nosotros ni, mucho menos, con los ciudadanos, nuestros benditos estafados.
Pienso que la realidad hay que interpretarla y explicarla. Pero para ello, primero hay que conocerla. Y para saber si llueve, da igual lo que digan, por teléfono o whatsapp, las fuentes, lo mejor es asomarse a la ventana. Y si quedan dudas, nada como salir a la calle a empaparse de realidad. El periodista se puede equivocar. Pero mejor será siempre confundir el agua de riego que rebosa de las macetas del balcón con la lluvia, que hacer pasar por lluvia las excreciones de ciertas fuentes.
Y el que se quiera dar por aludido, que se dé.