Raymond Carver se preguntaba de qué hablamos cuando hablamos de amor. Se podría plantear lo mismo sobre la calidad. Gonzalo García Pelayo prefiere, dice, la cantidad a la calidad. Pero habría que preguntarse, como Carver, de qué hablamos cuando hablamos de calidad.
García Pelayo siempre ha sido de excesos. Fundamentalmente, de exceso de libertad. De hacer lo que le da la gana, como le da la gana y cuando le da la gana. Porque le da la gana. Produjo los discos que le dio la gana cuando puso en marcha la Serie Gong en los primeros años 70. También apostaba por la cantidad. Pero aquella cantidad la poblaban Triana, Goma, Lole y Manuel, Hilario Camacho, Benito Moreno, Carlos Cano, María Jiménez, Alameda, Manuel Gerena, Víctor Jara, Violeta Parra, Pablo Milanés… Como si todo aquello no hubiera estado sobrado de calidad.
Si haces un disco, venía a decir, te puede salir bueno o malo. Pero si haces diez, al menos cuatro te van a salir buenos. Y en ocasiones puede que hasta los diez. Calidad en cantidad. Otra forma de verlo. En su cine, de manera especial este año, ocurre algo parecido. Tiene una necesidad insaciable de producir. La diferencia con la música de García Pelayo es que ésta retrata a los músicos y el cine lo retrata a él.
Ya se ha dicho aquí. Gonzalo tenía cosas que contar. Así que pensó hacer una película. Pero en una sola no le cabían todas las cosas que quería contar. Por eso decidió hacer siete más, en sólo un año. Porque además tenía prisa por contarlas. Doce días de rodaje por película y hasta ahora (terminadas cuatro, las dos primeras, Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo y Ainur, se han presentado en el Festival de Sevilla), sólo ha necesitado nueve por título.
Cada una de esas esas ocho películas, además, cuenta con su correspondiente making of a cargo de Carlos Escolano, que también prepara una película sobre el conjunto de las películas. Ya son 17. Eso, si no aprovecha el mes de marzo, que lo tiene libre, antes de cerrar el año de rodajes en Sevilla en la madrugada del Viernes Santo, en la recogida de la Macarena, para hacer una novena película (que serían dos, con su making of), lo que elevaría a 19 la producción. Y seguro que podría hacer incluso la número 20, si no fuera por su devoción casi religiosa hacia los números primos.
El Raymond Carver del primer párrafo fue uno de los exponentes del movimiento literario conocido como realismo sucio, al que también pertenecía otro que no se andaba por las ramas a la hora de llamar a las cosas por su nombre, como era Charles Bukowski. Herederos del minimalismo, su visión del mundo era directa, brutal, dramática, descarnada, carnal… Me es imposible no encontrar paralelismos con el cine de Gonzalo García Pelayo, un creador «cada vez más suelto y más libre», en palabras de su hermano, Javier García Pelayo. Sólo que el cine de Gonzalo, igual de directo, igual de crudo, igual de brutal y descarnado, muestra una sutileza y una delicadeza de las que ni Carver ni Bukowski oyeron nunca hablar.
Ainur
Gonzalo García Pelayo acude a un titular del francés Le Monde para explicar su cine, plagado de religiosidad y sexo. Él lo matiza un poco y menciona el espíritu y la carne. Ainur es una película de espíritu ficción, según definición de su creador. La cinta, rodada en la capital de Kazajistán en español, kazajo y ruso sin subtítulos, propone un viaje interior, y para ello se traslada a una ciudad con una historia reciente, ubicada a 7.353 kilómetros por carretera de Sevilla, en el país más alejado del mar que existe. Ya escribió Manu Leguineche en 1979 que el camino más corto para encontrarse a uno mismo es una vuelta alrededor del mundo.
La película es pura poesía visual y puro delirio. También pura improvisación, dicho por los propios actores, en su mayoría noveles. El espacio y la arquitectura, plagada de transparencias, reflejos y juegos de luz, dibujan el escenario en el que los personajes buscan el ideal platónico que representa Ainur. Si la música es el único idioma que quien no lo habla es capaz de entenderlo, el del amor es el único idioma que todo el mundo puede hablar. En español, en ruso o en kazajo. Por ello, para el espectador, lo más difícil de entender de la película no son los diálogos, sino el hecho de que no es imprescindible entenderlos para comprender la película.
¿O acaso no se puede uno enamorar de alguien a quien no entiende o a quien ni siquiera conoce? Es algo que ocurre a diario, aun cuando no nos demos cuenta. En cualquier caso, la película no trata sólo de amor, sino también de búsqueda. El protagonista masculino (al que encarna Víctor Vázquez) busca algo que le devuelva a su antigua novia fallecida, Ainur, mientras su actual pareja (Olivia Cábez) busca conocer la ciudad entrevistando a los habitantes de Nur-Sultan.
Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo
El título de la segunda película de Gonzalo García Pelayo entrenada en el Festival de Sevilla (Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo) no deja lugar a dudas sobre qué nos va a contar. La incógnita, en todo caso, está en el cómo. Si la primera película representaba el espíritu, ésta muestra la parte más carnal. Y a mí, como canta El Chipi, me gustan también los bistecs.
La segunda etapa del viaje en que nos ha embarcado García Pelayo nos llevó a la plaza del Pelícano en Sevilla, en torno a la cual ha surgido una comunidad de artistas inconmensurables. Así tal cual. Si la primera era poesía, la segunda película es pura magia, puro duende. Claro que un sueldo fijo y un trabajo estable dan libertad, dice en un momento Carmela Páez, La Chocolata. Pero tú no eliges el arte, es el arte el que te elige a ti.
A lo largo de la película se suceden un puñado de actuaciones realmente brillantes. La mayoría son musicales, como las de la mencionada La Chocolata, o las de Myriam Béjar, Dulce Mandi, El Chipi, José Guapachá, Marta Santamaría o El Canijo de Jerez, que lleva el peso del relato, junto con Javier García Pelayo y, de nuevo, Olivia Cábez. Y con Pepe Ortega en el centro mismo de esa comunidad creativa. Pero el monólogo de Perpetuo Fernández inspirado en el cuadro de Munch El grito (aunque a mí también me recuerda al personaje de Reinfield del Drácula de Coppola), es de sombrerazo, como realmente lo es el conjunto de la película.
Es lo mejor que he visto en el festival. O mejor dicho, es la mejor película que he visto en mucho tiempo. Es pura vitalidad, frescura, transparencia… una explosión de libertad, pero no de esa libertad que acaba donde empieza la del otro, sino de la de verdad. La libertad libre de ataduras, la libertad creativa y compartida. Que hay cosas, como el arte verdadero, que no se las puede guardar uno para sí mismo. A diferencia de aquélla que ni bailaba ni cantaba pero no podía uno perdérsela, éstos, además, bailan y cantan tela.
Gracias, Gonzalo, por descubrirnos el arte que hay escondido a la vuelta de la esquina, y un favor te pido: Deja de producir, que no alcanzo a verlo todo. Y, desde luego, si todo es como esto último, yo no quiero perdérmelo.