Oigo a un cuarteto de cuerdas ensayar una obra de Mendelssohn a través de las paredes. La melodía se entremezcla con las notas casi mágicas de los temas de Gualberto que tengo yo puestos mientras leo la biografía de Beethoven de Jan Swafford editada por Acantilado. Es una mezcla extraña, pero reconozco que me gusta. Diría que empasta bien. ¡Ay, quién pudiera, decía Lole, fundir en un perfume menta y canela!
En Beethoven está todo. Mendelssohn y su generación fueron sus herederos directos. Y Gualberto no fue el mismo, dicho por él, desde que descubrió los cuartetos del compositor nacido en Bonn. En la música de Beethoven se encuentran todas las pasiones y todas las pulsiones humanas. Es heroica, vitalista, apasionada, contradictoria, hermosa, desgarradora, desconcertante, valiente, rompedora, visceral, sublime, delicada… Le caben todos los adjetivos. Hasta racional, pues la obra de Beethoven es, sobre todas las cosas, hija de la Ilustración, un cuestionamiento constante de lo establecido, una nueva elaboración intelectual a partir del lenguaje emocional de la música: el ritmo, la instrumentación, la tonalidad, que Beethoven utiliza como nunca antes para definir los estados de ánimo…
No sé por qué he escrito los dos párrafos anteriores. Me he sentado a escribir de cine, pero me he dejado llevar por la música. La última vez que coincidí con Gualberto hablamos de los cuartetos de Beethoven en un homenaje reciente que se le rindió en Sevilla a Gonzalo García Pelayo, en cuyo cine la música, con frecuencia, ha funcionado casi como un personaje, y en cuya obra también, de algún modo, están representadas todas las pasiones y todas las pulsiones del ser humano. Gonzalo es, de algún modo, como Beethoven: heroico, valiente, vitalista, apasionado, contradictorio, desconcertante… Y elige su camino, se cuestiona la autoridad de la costumbre y paga el precio de elaborar su propio discurso.
El barco en el que navega en estos momentos atracará en unos días en el puerto del Festival de Sevilla, donde se estrenarán las dos primeras películas de su último proyecto cinematográfico, con el que pretende hacer (y, de hecho, hará) ocho películas en un año. Era una necesidad vital, explica. En un momento reciente de su vida descubrió que tenía muchas cosas que contar, tantas, que no le cabían en una sola película. Cada una de estas ocho historias es (será) independiente respecto al resto. Pero me atrevería a afirmar, sin haberlas visto aún, que todas ellas constituirán una obra compacta y coherente en su incoherencia, porque todas son Gonzalo.
Los dos títulos que se estrenarán en el Festival de Sevilla son Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo (el título es, de entrada, toda una declaración de intenciones), que trata del nuevo underground sevillano que se focaliza en el entorno de la Plaza del Pelícano, y Ainur, rodada en Kazajistán, que va de «amor, arquitectura moderna, ecos y bicicletas», en palabras del propio Gonzalo García Pelayo. Poco más sé de ellas en estos momentos, aunque reconozco que estoy deseando verlas. El cine de Gonzalo nunca ha sido para todos los públicos, sino para esa inmensa minoría juanramoniana dispuesta a dejarse llevar. No es un cine fácil de digerir a veces, pero sí está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a surcar las procelosas aguas del pensamiento libre, sin corsés mentales o estéticos predeterminados. Y la libertad siempre vale la pena.