(Texto publicado en El Mundo el 3 de abril de 2010)
El Sábado Santo es jornada de capirotes negros y roncos tambores. Es día de luto y vigilia. El broche a la semana se lo pone la Soledad en San Lorenzo, por mucho que las buenas novelas tengan todas su epílogo, que en Sevilla se pinta en blanco por Santa Marina, muy de mañana, mientras las campanas de la ciudad tocan aleluyas.
Pero antes, aún tendrá que atravesar por San Marcos la piedad servita, sabor antiguo en odres nuevos, que alcanzará la carrera oficial al son de marchas más fúnebres, si cabe. Cristo ha muerto y se entierra en la iglesia de San Gregorio, todo un espectáculo para los sentidos, entre caninas con guadaña y cardos borriqueros, romanos de película, chaqués y nazarenos de colores imposibles. Y morirá también en la Trinidad, allende la muralla, crucificado entre dos ladrones.
El Sábado Santo es día nuevo que aún estrena. Estrena cofradía y estrena barrio, el del Plantinar, parroquia de San Diego de Alcalá. ¿Cofrade? Ya veremos. Que también estrena iconografía y hasta extraña en Sevilla el nombre, Santo Cristo Varón de Dolores: Jesús se abraza a la cruz, con calavera de Adán y serpiente pecaminosa. Quiere tener sabor antiguo y apunta al XIX. Colas que arrastran mientras la Virgen del Sol conversa, no sólo con San Juan, que también está la Magdalena.
Final
Todo se ha consumado. Sólo nos queda el recuerdo, esa emoción imaginada, tal vez soñada, a la que, como olor de infancia, nos aferraremos cuando llegue de nuevo el tiempo de salir a la calle a buscarla. La buscaremos por las esquinas, en las flores, en los balcones, en los parques, en el azahar y en la gente. Porque en la búsqueda de esa emoción está el misterio.
Antes, en el camino de vuelta, el cristo de rostro gitano y mirada nublada aún seguirá muriendo sin descanso en la cava. Que lo eterno en su caso es el tránsito y no la muerte. Y en el antiguo convento de la Paz el muñidor seguirá haciendo sonar la campana para anunciar que se acerca la comitiva del duelo, dieciocho ciriales que alumbran la noche entre los naranjos de Doña María Coronel, para amortajar al Cristo muerto. Y la Virgen franciscana, Soledad por la Plaza Nueva, aún y por siempre continuará estando sola y sin consuelo cuando regrese de vuelta a su capilla conventual.
En ese camino de vuelta, el cirineo de la calle Luchana seguirá cargando con el peso de la cruz y de los siglos por la estrechez imposible de Placentines, con la Giralda recortada en la noche como testigo. Y en el Arenal, romántica y aristocrática, la antigua cofradía de los toneleros, elegancia elevada a la máxima expresión, meterá la noche en su capilla.
En el camino de vuelta, la Virgen de la O volverá a ser trianera de Castilla, calle de la Amargura para el nazareno que siempre mira al suelo, y la parroquia de la Magdalena pintará geometrías de piedra al paso del calvario de Montserrat camino de su iglesia.
Medida
Sevilla, tras la jornada inmensa, se despierta perezosa el Viernes Santo para regresar de la desmesura a la medida. Los cortejos se aligeran y eso los pies lo agradecen. La bulla de las horas previas se disuelve y la calle se despeja. Pero no pierde el día una pizca de intensidad ni deja de sentirse el pellizco al contemplar el fresco que dibujan las siete cofradías de la jornada sobre el mural de la ciudad. No sólo el Cachorro, el Señor de Triana, el Cristo de la Expiración, siempre muriendo, su figura recortada contra un cielo roto, rasgado como el velo del templo, hacia el que se levanta como si quisiera escapar, la muerte sostenida, sobre el puente de Triana.
Ni es sólo el duelo del paso de la Mortaja, tan impresionante e irreal como un cuadro tenebrista de Caravaggio en tres dimensiones de triangular perfección, duelo morado y elegante con un tramo entero de ciriales y la campana del muñidor, que abre el cortejo con su sonido lento y acompasado que acalla el rumor cuando se acerca.
Ni es sólo el paso de misterio de la cofradía de la Carretería, tan austero y tan negro, tan grande que parece que no cabe por esa calle de casas centenarias que es la de Varflora y que ahora llaman, de nuevo, Real de la Carretería. Uno no puede evitar aguantar la respiración ante el palio de cajón de la Virgen de Loreto, cofradía de San Isidoro, la única que viste de ruán negro en la jornada de más luto de la Semana Santa. Parece que no cabe, pero sí cabe, cuando busca Placentines al salir de la Catedral. Atrás deja el paso los naranjos y la música, que anuncia que la de Montserrat, la de la fe y la verónica, la de la conversión del buen ladrón, se acerca.
Arenal
No hay discusión posible sobre si Sevilla o si Triana, porque el Arenal media. El centro se traslada el Viernes Santo al Arenal, donde tienen establecidas sus sedes las cofradías de la Carretería y San Buenaventura. La de Montserrat lo cruza de regreso, camino de su capilla y las dos de Triana, las dos de la calle Castilla, el Cachorro y la O, una lo atraviesa sin herirlo cuando vuelve por Adriano y la otra lo envuelve en su recorrido de ida y vuelta a la Catedral.
La del viernes es la jornada más corta. Las cofradías acercan sus recorridos y alivian sus horarios, como queriendo facilitar su contemplación a los paseantes cansados, antes de que se retiren a reponer fuerzas, que todavía le falta una estación a este viacrucis glorioso de la Semana Santa.