Es nada, un instante en el que la medida se pierde. Apenas un segundo en el que cabe la eternidad. El Adagio para Cuerdas de Samuel Barber, que me he acompañado hoy en ese rato sin hablar que nos dedicamos los peregrinos en cada etapa, hoy entre Betanzos y Bruma, contiene uno de esos momentos de la historia de la música en que se encierra toda ella.
Los violines lloran en un lamento que se va haciendo cada vez más y más doloroso, un quejido que se vuelve más profundo conforme avanza la pieza hacia ese momento culmen en el que, de repente, todos los instrumentos se apagan violentamente, dejando un vacío existencial que nada puede llenar, mientras el calderón prolonga el silencio durante un segundo eterno, que finalmente rompe en un remanso de paz.
Es difícil entenderlo si no se conoce la obra. Búsquenla y déjense llevar por una emoción que pone los pelos de punta. Es una sensación que, de alguna manera, recuerda al dolor que sufren los peregrinos cuando, tras una etapa larga y dura (y van tres así, in crescendo), con las piernas a punto de acalambrarse y la espalda agarrotada por el peso de la mochila, alcanzan, por fin, el lugar donde poder descalzarse y reposar.
En esta tercera etapa hemos recorrido más de 29 kilómetros. Prácticamente 30, como el primer día. La etapa de ayer fue algo más corta, pero con fuertes subidas y bajadas. Hoy pretendíamos quedarnos en Bruma, un antiguo hospital de peregrinos donde los albergues (uno público y otro privado) estaban completos, al igual que alguna que otra casa rural. Y hemos tenido que continuar caminando 3,6 kilómetros más, que se antojan casi una proeza a esa altura de la jornada y que mañana restaremos a la etapa, llamémosla, «oficial».
En Ardemil, del concello de Ordes, hemos encontrado alojamiento en la llamada Casa de San Pedro, justo hoy que se inicia el Cónclave para elegir a quien se calzará las sandalias del pescador. Estamos sólo nosotros y una joven pareja italiana, con la que coincidimos en el albergue de Betanzos y que mañana, en Sigüeiro, han reservado en el mismo albergue que nosotros. La tarde ha pasado volando conversando y compartiendo cerveza y cena con ellos.

La jornada ha sido muy dura, la verdad. Es cierto que el cansancio tiene efecto acumulativo y que cada año somos un poco más viejos. Eso también nos hace más propensos a irritarnos con aquello que nos desagrada, aunque no tenga ninguna importancia. Como la animosa algarabía que se traían desde Betanzos ese grupo formado por tres parejas de hermanos y cuñados.
¿Por qué la gente no caminará en silencio? O al menos hablando en voz baja, sin alterar el equilibrio natural de la naturaleza. ¡Con lo bonito que es el silencio o una conversación que no sobresalga por encima de las de los demás!
Conversar con la pareja italiana, Constantino y Anna María, descansados, sin voces, poniendo interés en lo que cada uno contaba… ha sido un remanso de paz como el del Adagio de Barber. Escúchenlo. Escuchen el silencio. Y dejen que la música que atesora ese silencio les erice el vello.
Coda final: habrá gente a la que le guste el ruido. A mí, no. Si yo hubiera querido ruido, me hubiera quedado en Sevilla para ir a la feria.