Santiago se ha convertido en un parque temático de las peregrinaciones. Supongo que yo tengo parte de culpa. Está muy cambiado. Incluso desde el año pasado que estuve aquí como culminación de nuestro camino motero desde Jaca. No sé, de todos modos, hasta dónde es una impresión personal y hasta dónde un hecho irrefutable que Santiago de Compostela no es exactamente como lo recordaba.
No es que no esté bien, por supuesto. La capital gallega siempre merece la pena y bien vale una misa de peregrinos. Reconozco, incluso, que después de tantas veces como he visitado esta ciudad aún sigo descubriéndole encantos que se me ocultaban. He paseado por las cubiertas de la Catedral y he tenido el pórtico de la Gloria al alcance de mi mano. Y hasta he podido ver lo mas románico y hasta algunos de sus devaneos góticos, entrando en la Catedral por la habitualmente cerrada puerta de los Abades, en la Quintana de Vivos.
Escribo ahora sentado en una cafetería en la Plaza de la Mazarelos, frente a la entrada de la Facultad de Filosofía, rodeado de gente joven que se prepara cerveza en mano para iniciar un nuevo curso en la Universidad Compostelana. Tampoco había conocido hasta ahora, creo, el ambiente universitario de esta ciudad que, pese a todo, siempre enamora.
Lo que te llevará al final serán los pasos, no el camino, que escribió Fito Cabrales, casi en una actualización del verso machadiano según el cual el camino se hace al andar. Santiago está en este final de verano atestada de gente. Llena hasta la bandera. Los Ferreiro no han encontrado alojamiento para hacer noche en la capital gallega. Autobuses de portugueses, jubilados y escolares llegaban este fin de semana aún a la ciudad para hacerla casi intransitable. Los mimos se reparten el Obradoiro y la plaza de la Inmaculada para disfrazarse de peregrino viejo, aunque algunos recuerdan más bien a algunos personajes del Señor de los Anillos, para que los visitantes se fotografíen junto a ellos. Hasta a un perro ha disfrazado de peregrino su dueño, que intenta que el animal deje de ladrar para no ahuyentar a los turistas, mientras tunos mayores y descarados tratan de vender sus discos, que no sé quién ni en qué circunstancia oirá. Pienso en lo trasnochado de las tunas respecto a los tiempos que corren y trato de imaginar una tuna del siglo XXI con mocetones románticones cantando canciones de amor en serenatas a la luz de la luna a sus amados del mismo sexo: «Mocito, dame el clavel, dame el clavel de tu…». En fin.
El escenario enorme levantado todo el fin de semana en la plaza de la Quintana lo han empezado a desmontar este lunes. Por la tarde, ya se podía contemplar en su plenitud y despejado ese espacio principal de la ciudad compostelana. No así los andamios en torno a la torre del Reloj, la que alberga la Berenguela, la campana que da las horas, la que da a la única fachada románica que conserva la catedral de Santiago, la de la plaza de las Platerías, donde desde hace dos años el edificio que fue del Banco de España acoge un museo de las peregrinaciones, que a mí me parece algo friki. Hoy lunes estaba cerrado. Mañana intentaré salir de dudas.
Los que me habían dado recuerdos para el apóstol, quédense tranquilos, que he cumplido una vez más con la tradición. Y eso que la catedral lo ponía difícil. La cola para visitar el sepulcro y, de seguido, darle un abrazo al apóstol Santiago comenzaba fuera de la catedral y cortaba el tránsito por la girola o deambulatorio tan característico de las catedrales de peregrinación. La puerta de los Abades estaba abierta para permitir el acceso. Es la primera vez que yo la he visto abierta. La catedral comenzó a construirse por esta zona, precisamente, y desde esta entrada se puede ver, no sólo el exterior de la iglesia románica de Santa María de la Antigua de la Corticera, a la que se accede desde el interior del templo catedralicio, sino algunas muestras del ajedrezado jacetano propio del primer románico. Así que no hay mal que por bien no venga.
Y eso era gratis, además. Porque si bien la visita a la Catedral de Santiago sigue siendo, en términos generales, gratuita, hay partes que están vedadas al público, salvo que se pague. No hay forma de ver el pórtico de la Gloria sin hacerlo, por ejemplo. Por supuesto, desde 2008, ya nadie coloca su mano en el fuste de la columna de mármol en que está representada la genealogía de Jesé hasta la Virgen María; ni nadie golpea su cabeza contra la del santo dos croques, el Maestro Mateo. Es que ni siquiera es posible contemplar el conjunto desde el suelo, por la existencia de un andamio que, en su día, se colocó para estudiar y restaurar el conjunto escultórico más importante de la iglesia y ahora se utiliza para visitas pagadas. Si pagas la visita al pórtico, eso sí, disfrutas de su contemplación como sólo el Maestro Mateo y la gente de su taller hicieron mientras le daban forma en los estertores del siglo XII y los primeros años del XIII.
Pero esa entrada no da derecho, por ejemplo, a visitar las cubiertas, ni a la inversa. Ni existe una opción que permita, con la misma entrada visitar todo lo visitable de la Catedral.
Esta ciudad, en cualquier caso, tiene algo especial. Y yo, cada poco tiempo, necesito volver a ella. Da igual si a pie, en moto o en autobús, como esta última vez. Me siento bien en ella y se me olvidan los problemas. El tiempo corre más despacio y se disfruta más.