Me monté en una moto por primera vez con 18 o 19 años. Era una Cady, el ciclomotor de GAC, la marca guipuzcoana de bicicletas. Y al igual que las bicis tenía pedales. Como la Vespino, su competidora de la época. Se la compré a unos amigos de la familia, que me pusieron un precio simbólico, cuando empecé a trabajar y a ganar algo de dinero. Muy poco. Pagué por aquella moto, creo recordar, 10.000 pesetas, unos 60 euros al cambio en moneda constante, aunque serían, calculo, el equivalente a unos 200 o 300 euros de hoy. Un precio simbólico, como digo, pues con ese dinero no te compras ni una bicicleta. Pero no soy motero por eso.
Necesitaba un vehículo para moverme por la ciudad en la que vivía y también para salir a carretera. Un vehículo que me pudiera pagar. Los pedales me salvaron de quedarme tirado alguna que otra vez, cuando yendo por la carretera de servicio a la moto le daba por pararse junto a barriadas con no muy buena fama. Cuando pude, me compré una nueva. Una Yamaha Axis, lo menos que se despachaba en aquel momento en ciclomotores nuevos, cuando empezaban a ponerse de moda las scooters, sin pedales pero con las piernas protegidas del viento, principalmente, y un espacio bajo el asiento que permitía guardar desde el casco, cuando la moto estaba parada, a la mochila de trabajo o la compra. Y no se me quedaba parada.
La Axis era roja y cuando la solté para dar el salto a la 125 funcionaba perfectamente. Se la regalé a alguien que decía necesitarla y que, muy poco tiempo después, la soltó para comprarse una moto más grande. Confieso que me dio rabia, porque se la hubiera podido ceder a alguien que de verdad la pudiera necesitar. Pero tampoco soy motero por eso. No he vuelto a regalar una moto.
Del scooter a las custom
Mi experiencia con las motos me pedía cada vez más. Así que di el salto a la 125 y a las custom al mismo tiempo, con una Honda Shadow preciosa, que funcionaba como un reloj. Nunca me dio un problema. Con ella fui a hacer el examen para sacarme el carné de conducir de motos, cuando un solo examen te habilitaba para conducir cualquier moto, cumplidos los plazos correspondientes como conductor novel. Con la Shadow sí podía meterme en carretera, pero en poco tiempo se me quedó corta. A duras penas alcanzaba los 110 kilómetros por hora, con el motor a máxima potencia, lo que está muy bien para carreteras pequeñas, pero por poco que quisiera alargarme al Aljarafe o volver a Alcalá, la escapada se hacía dura.

Mi siguiente moto fue una Drag Star 650 de Yamaha. Con ella me terminé de enamorar, si aún no lo había hecho, de las cruisers long and low. Ya por aquel entonces me gustaba la estética y el concepto de las Harley Davidson, pero sólo me hubiera podido comprar la Sportster 883, que no era precisamente la idea que yo tenía en la cabeza.
Yo quería una moto para viajar, para sentir el aire frío en la cara, para experimentar otras emociones. Viajar en moto es mucho más que desplazarte. Es otra cosa. Viajé solo y viajé acompañado. Mi amigo del alma, Emilio, se había comprado la Sportster. Viajamos, pese a su depósito de 9 litros, parando cada 90 o 100 kilómetros, por España, por Portugal… Por Alemania había estado con Ferrán, un camionero de Premiá de Mar (Barcelona), que conducía una Varadero, si no recuerdo mal. Fuimos al Oktoberfest de Munich, que se celebra en septiembre, pero antes nos recorrimos toda la selva negra.
Felicidad sin imposturas
Luego me cambié a la Midnight Star de Yamaha, una 1.300 que sustituyó a la clásica Drag Star en la marca japonesa, y es la que sigo teniendo. No tengo intención de cambiarla. Con ella (y con Emilio y su Sportster de 9 litros de depósito) recorrí todo el norte de España, desde Jaca, en los Pirineos, a Santiago de Compostela. Fuimos a Inglaterra cruzando toda Francia con diez sombreros de ala ancha a la grupa de nuestras monturas. Nos recorrimos las Alpujarras e improvisamos una ruta por los cabos de Portugal, desde el de Espichel, al sur de Lisboa, al de San Vicente, donde el Atlántico se da la vuelta. Pero no por eso soy motero.
En un momento en el que la sociedad en que nos ha tocado vivir está plagada de falsas realidades y de inteligencias que no lo son, conducir una moto termina siendo uno de los escasos reductos de verdad. Estás tú y tu moto. Y la carretera. Conversas contigo mismo y a nadie engañas. No hay alardes, ni felicidad impostada, sino cierta. Aunque sea por el tiempo que dura una rodada. Y cuando tienes la suerte de compartir carretera con gente que vale la pena, la felicidad se acrecienta.

Amistad sobre ruedas
Ahora Emilio no está, aunque me acuerdo de él cada día y hoy, que se cumplen dos años de su último viaje, especialmente. A Ferrán le perdí la pista hace años. He vuelto a viajar solo, con mi moto y mis pensamientos. Y salgo los fines de semana, en escapadas de pocas horas, con un grupo de moteros tan variopinto como excepcional, que se hace llamar los Pipiolos.
No somos muchos. Entre seis y ocho. Y casi nunca podemos juntarnos todos a la vez, pues siempre hay alguno que tiene un compromiso familiar ineludible. Eso, o la moto averiada. A todos nos une una misma pasión, y con todos ellos he experimentado una sensación de hermandad real, de fidelidad inquebrantable y de lealtad sincera, sin que nos conociéramos antes de compartir la carretera (salvo en el caso de Emilio), sin necesidad de formar parte de ningún club ni de llevar todos el mismo parche en la chaqueta.
Por eso soy motero. Por esa amistad sobre ruedas. Por esa amistad desinteresada pero profunda, por esos lazos forjados por la música de unos escapes, y por la unión que produce la vulnerabilidad que entraña viajar por la vida sobre dos ruedas.