Agradezco las muestras de lo que me tomo como un halago por parte de aquellos que comparan mis ganas de conocer mundo con las peripecias de aquel lord británico, caballero aventurero nacido de la pluma de Julio Verne, que se propuso -y logró finalmente- la proeza literaria de dar la vuelta al mundo en 80 días.
Mis pretensiones no son tan ambiciosas, no obstante. Ambiciono sólo vivir el momento con la felicidad que produce saber que existen otros lugares, otras formas de pensar, de sentir, de enfrentarse a la realidad, también cambiante por cierto, muy diferentes a la que uno conoce porque es la que ha aprendido. Pero no por ello la gente vive peor (ni mejor) que uno, ni es más (o menos) feliz… Ni sus problemas son muy distintos de los que a uno le quitan el sueño en la latitud en la que el azar un día lo puso.
Por cierto, que de aquel día hace ya, en mi caso, 38 años. Es quizá por eso, por una cuestión generacional, por la que aun agradeciendo los halagos a los que antes me refería debo llamar la atención sobre una cuestión que, desde hace años, me incomoda sobremanera. Se ha colado hasta el tuétano de la sociedad, en silencio, como un virus (lo mencionan en la televisión, lo escriben en los periódicos…), la idea de que los viajeros son émulos de un personaje llamado Willy Fog. ¡Y no es así!
Que el lord británico al que dio vida Julio Verne, que cruzó el planeta en tren, barco, globo y hasta en bicicleta (yo sólo aspiro a recorrerlo en moto) y que en la gran pantalla interpretó David Niven en un viaje en el que se embarcó con Mario Moreno, el gran Cantinflas, y la siempre espectacular Shirley Maclaine, se llamaba (y se llama, que por algo los mitos son universales) Phileas Fogg. Willy Fog no es más que un impostor, un remedo infantil en dos dimensiones inventado para esas generaciones que dejaron de tener los libros de Julio Verne (¿hay que explicar quién es Julio Verne?) en la mesilla de noche. He dicho (¡y qué a gusto me he quedado!)