(Texto publicado en El Mundo el 31 de marzo de 2010)
Sevilla es una pequeña Israel sin intifada. Que las guerras fratricidas son, a este lado del que los árabes bautizaron como río grande, sólo entre los cristianos. Bendito Lutero que encendió con su Reforma la mecha aquella de la Contrarreforma, sin la cual quién sabe si hoy existiría esta Semana Santa de cristos barrocos y altares marianos de cera virgen.
Tres culturas se dan la mano en la ciudad que tiene en su Catedral un patio de abluciones y por campanario de la iglesia mayor un alminar que fue musulmán, justo a los pies de la judería en cuyo corazón hay clavada una cruz de hierro forjada.
Alianza
El crucificado atraviesa en su paso la plaza que el Ayuntamiento de la ciudad quiso bautizar por mor de la Ley de la Memoria Histórica como de Indalecio Prieto, pero que siempre será ya, por los siglos de los siglos, de la Alianza. Incluso aunque llegara el día en que alguien osara de nuevo pretender cambiar el rótulo de azulejos con su nombre.
Corazón de la judería sevillana junto al alcázar árabe. Para Memoria Histórica, la de la plaza del Triunfo: entre el medievo árabe y el cristiano, el Archivo de Indias, puro notario del descubrimiento que dio origen a la Edad Moderna.
El escenario de la representación sacramental (de nuevo, la Contrarreforma viene al rescate de la Semana Santa) no puede ser más espectacular el Martes Santo. Alcázar árabe como telón de fondo de tres crucificados y un nazareno, pequeñito y salzillesco en sus ropajes tallados en la misma madera. La imagen del Cristo de los Estudiantes (¿quién no elegiría para sí, si pudiera, una muerte buena?), recortada sobre los muros del palacio árabe entre capirotes negros afilados como lanzas, la estampa antigua del Señor de las Misericordias con la Virgen de la Antigua a sus pies, luz de candelarias en el palio de San Nicolás camino de los Jardines de Murillo y un barrio que se muda al centro.
Barrio
Paradojas de la Semana Santa, el contraluz permanente de los poetas. Que el barrio se mete de lleno en el corazón de la ciudad, mientras la esencia de Sevilla se muda a los barrios. En Sevilla hay un barrio y en el barrio una calle; y en esa calle una casa con un balcón y un garaje abierto para quien quiera visitarla.
Mejor palco no es posible en la carrera oficiosa del Cerro del Águila, Sevilla verdadera que entra y sale, bulliciosa y alegre, por esa niña que es un bebé, que no tiene un año aún, y cuyos ojos son más grandes hoy, como si quisiera aprenderlo todo de una vez, porque todavía no sabe que eso es imposible. Se acerca el del Cristo del Desamparo y Abandono con sonido de cornetas, los ojos, esos preciosos ojos azules, aún más abiertos. Al fondo se adivina el rumor blanco de un paso de palio, al que en el balcón le preparan una saeta de pétalos de rosa.
Más paradojas del Martes Santo en Sevilla. ¿Es barrio San Lorenzo o es centro? ¿Y San Esteban? ¿Y se puede considerar barrio la collación de Omnium Sanctorum? Nadie duda de que la Calzada lo es. Grandes espacios para grandes pasos. Pilatos presenta a Jesús al pueblo y pregunta, una vez más, si es a él o a Barrabás a quien el pueblo quiere que libere. La respuesta llegará unos tramos atrás, en el paso de otro crucificado del Martes Santo, y, con el de los Javieres, ya van cinco.
Cruces
La de Santa Cruz, con su nuevo perfil antiguo, la del Cristo de la Sangre que manchó las manos de Pilatos, la del Cristo de las Almas de todos los santos, la del misterio desvelado del Cerro del Águila, y la del Cristo de la Buena Muerte, el de los Estudiantes de la Universidad, que se cuela en la ciudad por debajo del arco del Postigo, y tras él cientos de penitentes que purgan con una cruz a cuestas, tal vez, sus pecados de estudiantes.
El tranvía le ha quitado la lonja. Lonja se le llama el atrio de la Fábrica de Tabacos, que no es fábrica ni es atrio, que es Universidad y es patio. Que los nombres de la ciudad cambian en Semana Santa, cuando la plaza de San Francisco se transfigura en La Plaza, y la plaza del Triunfo es Alcazaba, y el patio de la Universidad es Lonja. Juan Ramón, perdóname, y, ¡Sevilla, dame el nombre exacto de las cosas!
San Lorenzo
La Virgen del Dulce Nombre enamora en San Lorenzo. No sé qué es lo que tiene. Ni es la Virgen, ni es el paso, ni es el barrio, que el barrio es prestado… O quizá sea todo eso al mismo tiempo. Da igual, pero el Martes Santo, de algún modo, no termina si no termina en San Lorenzo. Que por la ojiva dentada de la calle Águilas ya ha pasado dos veces el palio de San Esteban cuando el paso de misterio de la bofetá estrena camino de vuelta tras cumplimentar su estación de penitencia en la Catedral. Demorará en lo posible su entrada entre plátanos de Indias para dar tiempo a quien le guste de cangrejear ante el paso de palio.
Mucho antes se ha recogido la hermandad de los Javieres, ejemplo de sobriedad y saber estar en la calle. La Candelaria se entretendrá, quizá más de lo que debiera, por los jardines. Y San Benito tampoco tendrá prisa al llegar a la Calzada.
Pero el Martes Santo tiene un epílogo. Cuando la cera de los nazarenos se apaga y la Candelaria ya ilumina los jardines del Alcázar, bajo la luz de la Luna y de nuevo en silencio, el Cristo de los Estudiantes abandona la Universidad para recogerse, definitivamente y hasta el año próximo, en su capilla. Descanse en paz.