(Texto publicado en El Mundo el 29 de marzo de 2010)
Para los que están fuera
Y mirarás el reloj y cerrarás los ojos. Y te verás a ti mismo impaciente por quitarte el traje y la corbata y ponerte la túnica negra de tu hermandad, bien planchada y colgada desde hace días. Verás, sin abrir los ojos, cómo tu madre te arregla la ropa y cómo tú compruebas una vez más que lo tienes todo: la papeleta de sitio, la medalla, las sandalias y los calcetines negros, el cíngulo bien puesto, con sus tres nudos franciscanos que caen por el lado derecho… Y mirarás el reloj y verás a otros nazarenos negros, anónimos y a la vez conocidos, que se dirigen, como tú, por tu mismo camino, hacia la iglesia de la que pronto saldrá tu cofradía.
Espacio
Y mirarás el reloj y adivinarás lo que está ocurriendo a dos mil kilómetros de dondequiera que tú te encuentres en este momento. Sin abrir los ojos, verás el paso, ese misterio impresionante tras el que tantas veces has llevado tu cruz de penitente, ocupando el final de la nave central de la iglesia. Verás al cura repartiendo la comunión entre las filas apretadas de los nazarenos en imposible formación.
Mirarás el reloj y verás a los diputados encendiendo la cera con su pabilo llameante, a los nazarenos de capirotes afilados cubriéndose el rostro, a los acólitos sujetando los ciriales y cargando con abundante incienso las navetas, a los monaguillos revolotear inquietos mientras el pavero los cuenta una y otra vez para que ninguno se pierda, a los costaleros colocándose bajo su trabajadera para no volver a salir del paso hasta que los cuatro zancos vuelvan a tocar el mármol frío del templo.
Calle
Y mirarás el reloj y verás abrirse la puerta de la iglesia y oirás cómo el silencio calla a una muchedumbre bulliciosa sólo unos instantes antes. Y oirás el tañido de las campanas mientras el Lunes Santo echa a andar por la collación de San Andrés entre densas vaharadas de incienso como niebla de aquella noche maldita en que Cristo fue descendido de la cruz y enterrado.
El Lunes Santo, lo sabes tú bien, es jornada de momentos sobrecogedores. Te gustará imaginar, y este año más porque no estarás después de muchos, a tu cofradía de Santa Marta a la vuelta por Francos o por Cuna, en silencio. O cerca de la entrada, por Fernando de Herrera, entre naranjos. Pero también verás a ese Cristo de la Vera Cruz, encogido sobre su fúnebre canastilla, y volverás a sentir un escalofrío cuando en la Gavidia observes a un muchacho que empuja la silla de ruedas en la que sobrevive su abuelo, quizá, para que un nazareno le acerque el Lignum Crucis y lo bese.
Y el corazón se te encogerá de nuevo cuando pienses en la mirada del Señor de las Penas, esa mirada dulce que se clava en el alma pidiendo desde el suelo que le ayudes a levantarse porque él solo no puede con el peso de su cruz de carey y plata, la primera de esta Semana Santa, o recuerdes, no muy lejos de San Vicente, el dolor eterno del Cristo que se retuerce junto al Museo antes de exhalar su último hálito de vida terrenal.
Barrio
Pero el Lunes Santo no es sólo centro y no son sólo túnicas negras y silencio. El Lunes Santo es también barrio y luz. Barrios nuevos como el del polígono de San Pablo, cuya cofradía realiza un recorrido tan maratoniano como el que hace, ésa sí que desde hace años, la cofradía del Tiro de Línea. Dos cautivos perdidos en la ciudad extramuros que acuden el Lunes Santo al reencuentro con Sevilla. Y es barrio Triana, y en Triana está el barrio León, cuya parroquia de San Gonzalo es escuela de costaleros.
Y te imaginarás el paso dorado de Jesús ante Caifás frente a la capilla de la calle San Jacinto, sin ganas de encerrarse en su templo. Mirarás el reloj y te lo imaginarás bailando, que en Triana el Lunes Santo los pasos no andan, que bailan, y enlazando una marcha detrás de otra en un absurdo e inútil intento por detener el tiempo.
Y barrio es el Arenal, barrio torero y arrabalero. Y barrio cofrade el Lunes Santo, el Cristo de las Aguas y la Virgen de Guadalupe bajo el arco del Postigo muy cerca ya de su capilla. Y se te volverá a helar el corazón al mirar hacia el azulejo de aquella esquina en la que todo el mundo recuerda que el costalero realizó su última chicotá pero pocos recuerdan, el hombre y la leyenda, que se llamaba Juan Carlos Montes Ruiz. Y mientras pasa la cofradía, debajo del paso se reza un padrenuestro y se eriza el vello, y en las aceras un escalofrío recorre la espina dorsal de la ciudad.
Eterno
Y mirarás el reloj y viajarás al tiempo en que esperabas a la cofradía del Beso de Judas en la pila del pato o en la calle Cardenal Cervantes, de regreso a la iglesia de Santiago, para pedir cera a los nazarenos, que a esa hora caramelos ya no les quedan. O te verás desvistiéndote la túnica negra con celeridad y salir corriendo en dirección a la avenida de Teatinos mientras te comes un bocadillo para ver recogerse a la de Santa Genoveva. O te verás esperando a la cofradía del Museo en la acera que llaman andén del Ayuntamiento, cuando el tiempo se mide en amarguras, y que tres amarguras tardará la Virgen de las Aguas en cruzar esta noche.
El Lunes Santo huele a incienso, incluso en la distancia. Hoy prenderás el último carbón y ese olor, mezclado con canela y clavo, te traerá a Sevilla. Y ese viaje sin maletas ni aeropuertos te sabrá a torrija, que tú te la tomarás este año con una taza de té a las cinco de la tarde. A las cinco en punto de la tarde. A las cinco en todos los relojes. Porque hoy no habrá una hora de diferencia entre Sevilla y Cambridge.