Por la novela de Ray Bradbury supimos la temperatura a la que arde el papel: 451 grados Farenheit, que equivalen a 233 grados Celsius. Pero también supimos que la mayor parte de aquella sociedad distópica, que el autor de Crónicas Marcianas situaba después del año 2010, no leía libros. En el fondo, igual que ahora. En la sociedad que imaginaba Bradbury en su Farenheit 451, los libros estaban prohibidos por el Gobierno porque impedían a la gente ser feliz: leer generaba angustia, ya que las historias que encerraban sus páginas mostraban una realidad diferente a la oficial. Y los hombres y las mujeres que se saltaran la prohibición de leer podían llegar a cuestionársela.
Aquella distopía, escrita en 1953, y otras como las de George Orwell, que publicó en 1949 el 1984 del Ministerio de la Verdad y la policía del pensamiento, se ha convertido, sin darnos cuenta, casi en una triste realidad. Bradbury escribió la novela, según reveló él mismo, inspirado por la deriva del macarthismo y la caza de brujas en EEUU. Hoy, los bomberos siguen apagando incendios y no tienen entre sus funciones, de momento, quemar libros prohibidos. Pero hemos asumido con pavorosa normalidad la existencia de una única verdad incuestionable. Y cualquier otra no merece más trato que el escarnio, en el mejor de los casos, o el olvido. Hemos pasado de considerar la pluralidad como la principal virtud de nuestra democracia a venerar como sancta sanctorum una supuesta igualdad, que más bien habría que considerarla uniformidad o, en todo caso, igualitarismo, por lo que de imposición tiene.
Los mismos que promueven en Madrid cambios legales para que, al amparo de la libertad de expresión, no tengan que entrar en prisión raperos que escriban letras contra el Rey, lo que está muy bien, en Cádiz retiran de la casa natal de José María Pemán la placa que la ciudad le dedicó al poeta, después de haberle quitado hace un año el busto que tenía junto al mismo edificio y el nombre de un teatro (ahora llamado Teatro del Parque), en virtud, o con la coartada, de la llamada ley de memoria histórica.
La memoria se pierde si se borran sus huellas, no al revés. Y el pasado no se puede borrar, por más que se silencien los vestigios que aquél dejó en el presente. Se puede ocultar, pero ello no cambiará lo que pasó. Los bomberos de Bradbury podrían quemar los libros de papel que quisieran pero no podían acabar con los leídos por los rebeldes. En el campo de concentración de Auschwitz, un cartel recoge la cita atribuida a George Santayana, escrita en inglés y en polaco, según la cual quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Y lo que vale para unos, vale también para todos.
No hay democracia sin respeto al diferente, aunque la diferencia coloque al otro en nuestras antípodas ideológicas. Vivimos en una sociedad que se denomina democrática pero en la que no existe diálogo ni voluntad de alcanzar acuerdos, y en la que libran batallas en el campo de la ideología quienes saben que no pueden ganar la guerra de la razón. Aplaudir la actuación de Plácido Domingo en su retirada no convierte a nadie en acosador ni hace al público cómplice de lo que el tenor hubiera hecho y por lo que deberá rendir cuentas. Del mismo modo que leer la poesía de Pemán o cantar sus letrillas del carnaval no convierte a nadie a la ideología, franquista, monárquica o cualquier otra que profesara el poeta gaditano. Sin embargo, el mismo desprecio con que se trata a Domingo no se le brinda al misógino genio maltratador de mujeres que pintó el Gernica, por ejemplo, sólo porque su obra está alineada con la verdad oficial.
La distopía tiene mucho de caricatura. De exageración. De deformación de la realidad. El problema es cuando nos quitamos de delante de los ojos el prisma que creíamos deformante y seguimos viendo lo mismo. Pensar que perseguir la herejía es cosa del pasado o de las novelas de ciencia ficción y no reparar en que eso ocurre cada día a nuestro alrededor.