Gloria bendita, bien lo sabe Dios. De dos módulos de 45 minutos, según la teoría de Emilio, que es la medida perfecta. Lo he escuchado en boca de Napoleón, pero si no lo dijo él, me da igual. La siesta en el sur de España es una necesidad, no una costumbre. Y nosotros, mas sureños que Silvio, la teníamos un poco olvidada.
El viajero madruga en vacaciones como quizá no lo haga durante el resto del año. Madruga y se cansa, porque viajar, que produce otras grandes satisfacciones, es cansado. Y lo que es peor, que hace que uno renuncie a sus principios. Aunque ya lo dijo Groucho Marx, otro grande como Silvio, si no le gustan mis principios tengo más.
Yo no madrugo en vacaciones (ni ná); no como huevo ni carne, por el colesterol (¿mande?); yo no desayuno nunca bollería (pero si no tiene usted tostada de jamón serrano con aceite de oliva, póngame usted un croisant); y, sobre todo, yo no perdono la siesta (¿que cómo dices..?).
La primera siesta del viaje, en Rochefort. Pueblo con puerto, pero sin queso. Que el de roquefort no es de aquí. Vaya chasco, pensábamos comprar un queso en cuanto llegáramos a este pueblo, y hasta habíamos planificado cómo transportarlo hasta Sevilla. Pero llegados a Rochefort, este pueblo no tiene queso ni tiene ná. Es ciudad portuaria, como La Rochelle, que también hemos visitado hoy. Pero La Rochelle, además de turistas, tiene entidad. En el puerto histórico aún se aprecia la antigua bocana fortificada. La Rochelle tiene barcos, turistas y perro-flautas, a patadas, que igual te improvisan un retrato en la calle que te venden pulseritas de cuero con tu nombre o te sirven ostras y mejillones al papillote, que más parecen coquinas negras (coquinas por su forma y tamaño, negras por su color). Cómo no será la cosa, que, al grito de «anda, ponlo ahí, que es lo más limpio que hay en la mesa», hemos puesto el pan de la comida sobre la guía de Francia que ha recorrido con nosotros en este viaje más de 4.000 kilómetros.
En Rochefort no hay nada de eso. Lo salva su aspecto decadente, algo abandonado, que recuerda levemente a Lisboa, con sus calles trazadas en cuadrículas, sus edificios antiguos, grandes y blanquecinos, y hasta la ropa interior tendida hacia el exterior de las viviendas. Y tiene el Museo Nacional Marítimo, que yo me he negado a visitar (creo que tengo mi cupo de museos lleno en este viaje). Digo que Rochefort tiene un aire decadente… pero, ojo, que el precio de la cerveza sigue siendo prohibitivo (¡que te crees tú eso!).