La última novela de Eduardo Mendoza, Tres enigmas para la Organización, es, en sí misma, puro Eduardo Mendoza. La novela póstuma de un escritor vivo. Escrita tras cortarse la coleta de escritor. A calzón quitado. Nadando, sin guardar la ropa. De una forma, ha dicho, irresponsable. Con la libertad, según el propio autor, de quien torea en el ruedo literario sintiéndose otro. Como si este autor en particular no hubiera escrito siempre con absoluta libertad, y a Dios gracias, incluso siendo él mismo.
Digo que es una novela póstuma, porque tras completar la Trilogía de Rufo Batalla (El Rey recibe, El negociado del yin y el yang y Transbordo en Moscú), el escritor barcelonés anunció que dejaría de escribir novelas. No de escribir, pero sí de escribir novelas. Y a la vista está que no ha sido así. Que no se ha podido resistir. Lo que ya no me atrevo a afirmar es que sea la última, porque ni el propio Eduardo Mendoza se ha atrevido este lunes en Sevilla a hacerlo.
Me he divertido mucho leyendo a Eduardo Mendoza. Y ha sido un placer escucharlo hablar de su oficio de escritor, de sus influencias españolas y británicas, de su humor difícilmente exportable a la pantalla. Porque una cosa es sugerir, que es lo que hace la literatura, y otra mostrar. De la corrección política y del péndulo de la censura, hoy llamada cancelación por no herir sensibilidades. De personajes reales y personas ficticias…
Siempre he dicho que él y Juan Marsé son mis escritores preferidos. Al menos, entre los que escriben o han escrito en español. Los dos barceloneses. Los dos han ambientado en su ciudad gran parte de sus novelas. Aunque con Marsé no recuerdo haberme reído nunca. No creo haberlo hecho. Ni yo, ni nadie, claro. Pero con Mendoza, mucho. También con su obra más seria he disfrutado. Pero pocas veces me he reído a mandíbula batiente como con el marciano Gurb o con el anónimo detective de la cripta embrujada y los que vinieron después.
La frescura con la que escribe y el ritmo trepidante que Mendoza imprime a sus novelas de humor es un rara avis, sin duda reconfortante, en medio de la mediocridad en que bucea, cada vez más, una sociedad que sólo lee fragmentariamente. Ellos se lo pierden. La caricatura que hace de la realidad el barcelonés, repleta de personajes grotescos, exagerados y humanos, resulta menos deforme que la supuesta realidad que muchos creen ver reflejada en las redes sociales.
Más allá de las mentes diminutas
No tiene nada que ver, pero en mi cabeza se han juntado las dos cosas de un modo que no las puedo separar. Antes de la presentación de los tres enigmas de Eduardo Mendoza he pasado por la oficina de Correos a recoger un paquete. Era el primer disco de Cai, un trabajo de 1979 que llevaba por título Más allá de nuestras mentes diminutas, que Chano Domínguez, uno de los componentes de aquella mítica banda de rock andaluz y uno de los pianistas de jazz más importantes del panorama contemporáneo, ha reeditado con algún material extra.
El título de este disco siempre me pareció maravilloso. Sugerente y maravilloso. La música de ese álbum, que suena ahora mientras escribo estas líneas, también. Pero, con ese título, daba un poco igual lo que viniera detrás. Los títulos de Eduardo Mendoza también me gustan mucho (casi tanto como sus propias novelas), aunque este lunes en Sevilla alguien del público pusiera en cuestión el de la última novela. Sin noticias de Gurb, El asombroso viaje de Pomponio Flato, La aventura del tocador de señoras, El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, Riña de gatos (Madrid 1936) o La ciudad de los prodigios. A mí me parecen fabulosos.
Tengo ganas de meterle mano a Tres enigmas para la Organización. Puede que no sea el mejor título, pero a Eduardo Mendoza siempre hay que darle una oportunidad. Hoy mismo empiezo a leerlo.