Javier, con quien trabajó 20 años en proyectos de investigación, bromea ahora diciendo que, de no haberse muerto, lo mataría él, por el legado que ha dejado. Emilio era un coco privilegiado y quizá por ello casi todo lo llevaba en su cabeza. En temas de trabajo, de sus investigaciones nunca contaba más de lo que su interlocutor necesitaba saber, fuera un amigo, un periodista, una chica a la que trataba de engatusar, o sus propios compañeros de investigación, con los que a veces formaba equipos cuyos miembros sólo se conocían por mediación suya.
Alguna vez hacía confidencias en relación con el trabajo secreto que estaba llevando a cabo en este ámbito o el otro (que siempre era, oyéndolo, mucho más secreto de lo que en realidad era). Pero sólo lo hacía para que su interlocutor supiera que no se le podía preguntar más allá de lo que él contaba. A mí me contó muchas cosas, nunca todo. Porque yo le hacía las veces, simultáneamente, de amigo y de periodista de cabecera. Casi nunca para darme una exclusiva sobre sus avances científicos: no sólo no me permitía publicar nada, sino que me exigía que preguntara en fuentes oficiales lo que yo ya sabía. La mayor parte de las veces me pedía ayuda para que le tradujera a un lenguaje divulgativo trabajos que, por lo general, eran fruto de una formulación intelectual muy compleja.
No ha pasado un día desde que no está que no lo eche de menos y que no me acuerde de él por muchos motivos. Y estos últimos meses, en particular, no me quito de la cabeza, a propósito de la de tonterías que se están diciendo en torno a la llamada Inteligencia Artificial, lo que él me contaba acerca de ésta, sobre la que Emilio también estuvo en su día investigando.
La Inteligencia Artificial no se pensó para que un ordenador hiciera un trabajo por nosotros, ni para que un escritor firmara un texto que no había escrito ni para fotografiar lo que no existe. Todo eso no son más que bobadas, puro entretenimiento, la sublimación de la trampa
Lo que en los últimos meses hemos visto en las redes sociales acerca de la Inteligencia Artificial no son más que fuegos de artificio. La Inteligencia Artificial es otra cosa. Se investigó en ella con la intención de llegar a donde el ser humano no era capaz de llegar o a donde necesitaría un tiempo del que no disponía para llegar. La Inteligencia Artificial no se pensó para que un ordenador hiciera un trabajo por nosotros, ni para que un escritor firmara un texto que no había escrito ni para fotografiar lo que no existe. Todo eso no son más que bobadas, puro entretenimiento, la sublimación de la trampa.
La Inteligencia Artificial, esto me lo explicó Emilio (yo lo simplifico hasta lo inteligible por un humano medio como yo mismo), se basa en dos pilares: un volumen de información muy grande y una capacidad de procesado de esa información infinitamente más rápida que la del ser humano. Los famosos big data y machine learning. Las máquinas aprenden igual que el ser humano, a base de acierto y error. A base de medir los resultados, sólo que a una velocidad incomparablemente mayor que la de la mente humana.
Los riesgos de la IA
Pero tiene sus riesgos. La Inteligencia Artificial lleva a las máquinas a tomar decisiones. Decisiones que, en ocasiones, conducen a resultados positivos por medio de mecanismos que el ser humano no es capaz de comprender. O simplemente, mecanismos que el hombre ha descartado por motivos que a las máquinas, obviamente, se le escapan. Motivos ideológicos o de conciencia, pero también legales, que entrañan una responsabilidad que han de asumir las personas.
Sólo un ejemplo, para que se entienda esto que explico. En el ámbito de la salud, pongamos por caso. La Inteligencia Artificial podría llegar a diagnosticar una determinada patología y a indicar (cuando no a administrar directamente) un determinado tratamiento. Pero, en su continuo aprendizaje, nunca existirá ni un 100% de acierto ni un riesgo de error del 0%. Y en tal caso, ¿quién se hace responsable de lo que le ocurra al paciente? ¿Quién responde de los resultados? ¿Se podría acusar a una máquina de negligencia o lo negligente sería dejar determinadas decisiones en manos de las máquinas? Es un debate que no está cerrado.
Frente a esa Inteligencia Artificial que nos promete un mundo plagado de irrealidades, yo me quedo con la intelijencia, de Juan Ramón Jiménez, que aspiraba a conocer «el nombre exacto de las cosas», que le pedía a su intelijencia que le procurara conocimiento. Y estoy seguro de que Emilio y toda la comunidad científica, también. Lo otro no es más que circo.