Llevo más de una década sin salir a ver procesiones de Semana Santa a la calle. Ha sido por voluntad propia. No ha sido culpa del tiempo meteorológico (de la lluvia, vaya), ni del trabajo (aunque a veces lo haya utilizado como excusa), ni ha sido por problemas de salud míos o pandémicos. No. Simplemente necesitaba echarlo de menos.
Necesitaba olvidar lo que había vivido en mis últimos tiempos viendo cofradías para recordar lo vivido en mis primeros años tratando de localizar al primer nazareno, aprendiendo a caminar por las callejas de una ciudad misteriosa, cuyos tesoros se revelan en un recodo, a la vuelta de una esquina, sin esperarlos; o descubriendo que la fe y el arte van de la mano en Sevilla, la única ciudad del mundo en la que en pleno siglo XXI sobreviven talleres que entienden el arte, en sus diferentes facetas, del mismo modo como se entendía en el siglo XVII.
Había llegado a la conclusión de que la Semana Santa resultaba mejor cuando se la proyectaba hacia el pasado, que cuando se mira su presente. En la Semana Santa de la evocación nunca llueve ni se producen parones, no existe el dolor ni el mal olor, ni maleducados en la calle, sino sólo respeto. No hay dictadores con sillita de plástico, ni existen prohibiciones en forma de vallas que estabulan a las personas como si fueran ganado, y que no evitan las bullas, sino que con frecuencia las provocan. En la Semana Santa del recuerdo todo resulta de la misma belleza que la falsa sensación de que volvemos a ser niños. Falsa, pero hermosa. Y yo ya, como el Jep Gambardella de Paolo Sorrentino, sólo aspiro a disfrutar de la gran belleza.
No he cambiado de opinión. Sigo pensando que me voy a encontrar con cosas que no me gustan. Pero lo que me gusta ya empiezo a echarlo de menos. Todos cambiamos conforme la vida a nuestro alrededor va cambiando. Envejecemos, lo cual es infinitamente mejor que su alternativa. Y vamos transformando la mayor parte de nuestras certezas en dudas y sólo unas pocas incertidumbres se despejan según avanza el tiempo.
Medida y desmesura
Creo, no obstante, que a la Semana Santa le sobran muchas cosas para volver a ser la medida de la belleza primaveral. Medida es mesura y la Semana Santa de hoy es pura desmesura. Tal vez se haya convertido en el mayor espectáculo del mundo. Pero ése, hasta mi generación, era un título que le estaba reservado, por obra y gracia de Cecil B. de Mille, James Stewart y Charlton Heston, al circo.
De entrada, a la Semana Santa de hoy le sobran cofradías. Perdónenme quienes se ofendan, aunque en este mundo nuestro también sobran ofendidos. Le sobran todas las llamadas cofradías de vísperas y un buen puñado de las que salen entre el Domingo de Ramos y el Sábado Santo. La Semana Santa de Sevilla es un fenómeno universal desde hace décadas por lo que fue y no por lo que es hoy, por esa simbiosis perfecta de mérito artístico y sentido devocional que la ha caracterizado durante varios siglos. Y ni de lo uno ni de lo otro van servidas, precisamente, las nuevas corporaciones.
Lo que yo aprendí (y por ello, lo que me gusta) es que a los pasitos se jugaba en mayo. Las cruces de mayo, en Sevilla, eran eso: pasos montados con más bien pocos medios, cuando los había, bajo los que los niños soñaban con ser costaleros. Y lo que yo viví era que las nuevas hermandades debían esperar un buen puñado de años en el limbo de las cofradías de gloria antes de recibir autorización para engrosar la nómina de las que procesionan en Semana Santa.
El recuerdo
Le sobran también normas, cada vez hay más. Para cruzar la carrera oficial, para esperar una cofradía… La ciudad llena de vallas es, muchas veces, una ratonera que no evita la bulla, sino que la desplaza, y genera un riesgo añadido en caso de avalancha. La gente atrincherada durante horas con sus sillitas del chino cortando las aceras al grito de ¡por aquí no se pasa! Los precios en los bares son abusivos, sin paliativos. No se encuentra un taxi para regresar a casa cuando la madrugada te atropella…
Pero aun así, la Semana Santa, la que recuerdo, la que quiero volver a encontrarme, es maravillosa. La armonía de la música y el silencio, de esos otros sonidos que también son música, como el chisporroteo de la cera, el paso arrastrado de los costaleros, el crujido de las trabajaderas, la respiración bajo el paso, el rítmico golpeo de las bambalinas sobre los varales, la saeta (cuando es justa y necesaria y no mera exhibición), el sonido del portalón que se abre (o se cierra), el martillo del capataz, su voz mandando, los niños pidiendo a los nazarenos cera y caramelos (¡valiente malaje el que se inventó lo de las estampitas!), la campana de la iglesia y la campanilla del muñidor de la Mortaja…
El aroma del azahar (que este año hay poco), el olor a miel de las torrijas y los pestiños, la fragancia del incienso cuando arde en una proporción justa de especias y carbón, el olor a verde de las flores de los pasos… ¡Cuántos primeros besos en la penumbra de un rincón en la anochecida! ¡Cuántos ojos de niños abiertos como platos queriendo captarlo todo en el disco duro de la memoria! ¡Cuántas veces el milagro que hace huir el sueño y el dolor de pies cuando por la esquina de Alcázares asoman los primeros varales de la Esperanza!
Los momentos
Esos armaos vistiando el Jueves Santo al Señor del Gran Poder en su basílica, esa cruz vuelta del revés del Nazareno del Silencio, ese alarido espeluznante e infinito del Cachorro, esa pacífica serenidad del Cristo de la Buena Muerte… Como si la muerte pudiera ser buena. ¡Ay, amigo! Que me hiciste rezar cuando yo lo había dejado y ahora me empujas de nuevo a buscarte entre largas filas de nazarenos negros, con la esperanza de encontrarte allí, donde cada Martes Santo.
No sé si eso es lo que ha cambiado en mí para querer volver a ver cofradías este año. Pero sé que eso ha cambiado. Que este Martes Santo ya no será igual. Pero allí estaré, mirando las manos y los ojos de los penitentes, buscándote entre los rostros anónimos de quienes fueron los tuyos. Y sé que, de algún modo te veré. Aunque no sean tuyas esas manos ni tuyos esos ojos. Tampoco yo seré el mismo.