Indeseables

Nos hemos dado unas reglas del juego para hacer de este mundo un lugar habitable, que nos empeñamos en romper. ¿Por qué?

En el tramo final de Los cañones de Navarone, el especialista en explosivos al que interpreta David Niven deja a un lado su sempiterna flema británica y discute acaloradamente con el capitán que dirige el comando, al que da vida Gregory Peck. «¿Y si Turquía entra en guerra con el enemigo?», le pregunta a voz en grito el Capitán Mallory al inglés Miller. «¡Que entre! ¡Que entre el mundo entero y estalle en pedazos! Es lo que se merece».

Es lo que se merece…

En este ambiente de aparente preocupación por lo que está ocurriendo en Ucrania y el pretendido temor a una guerra nuclear, quizá la definitiva, me pregunto si tal vez no tuviera razón aquel personaje de ficción. Y que lo que se merezca el mundo, lo que nos merezcamos todos, sea estallar en pedazos. Desaparecer…

No es mi pensamiento más optimista, lo reconozco. Llevo una semana encerrado en casa a causa de un COVID-19 que no ha provocado en mí más síntomas que el aislamiento voluntario. Sin fiebre, sin dolores, sin nada, pero aquí ando encerrado, esperando que el maldito virus se canse de mí y me deje tranquilo. Sé que lo hará antes o después. Pero me temo que existen otros virus de los que no nos podremos librar.

Me mandan por whatsapp una foto hecha con el móvil a los contenedores de reciclaje que hay al lado de mi casa. Les han metido fuego. Estaban entre coches. Desconozco si han provocado daños a los vehículos aparcados. Los contenedores están destrozados. Ya pondrá el Ayuntamiento unos nuevos y los pagaremos los vecinos. Total, nos sobra el dinero… Todo por una gracia, por una fanfarronería de alguien que tal vez no pague impuestos. Por una foto o un vídeo de 30 segundos en Twitter. Un indeseable.

Como indeseable es quien se inventó la supuesta humorada de subir imágenes de personas perjudicadas por el consumo de alcohol en la feria con un hashtag supuestamente humorístico y toda la ralea de gente que se ha pasado la semana por el real de la Feria de Abril, móvil en mano, buscando la risa fácil que provoca, siempre lo ha hecho, el mal ajeno. ¡Pobres que no tienen otra forma de divertirse! Pobres, sí… pero indeseables.

Tíos como trinquetes meando en la calle

El día antes de la Feria, una amiga fue a un concierto de una banda, no diré el nombre, y allí coincidió con amigos del amigo de un amigo. Con nadie, realmente. Pero algunos de esos amigos del amigo del amigo, tíos como trinquetes de grande, cuarenta años cumplidos, llegó un momento en que decidieron sacarse la chorra y mear en la calle lo que llevaban horas bebiendo. Ya lo limpiará otro. Ya lo olerá otro. Se mire como se mire, unos indeseables.

Yo también me los he topado alguna vez miccionando cubata en mano junto a los bares de copas del Paseo de Colón, en el meadero en que el Ayuntamiento convirtió el paseo de Marqués de Contadero tras su nefasta reforma. Y no les digas nada, que al final parece que el que lo hace mal eres tú.

También es un indeseable el que ha llenado mi barrio de trozos de salchichas y chucherías para perros con clavos escondidos, para que los animales que se los encuentren y se los coman se destrocen por dentro. Ya le ha ocurrido a varios de la zona. Lo ha denunciado en las redes sociales un compañero y vecino, que ha colgado en sus perfiles la prueba. El tema ya está en manos de la policía. Ojalá lo localicen. A ver si es capaz de explicar qué pretendía conseguir.

Es cierto que mi barrio está lleno de cagadas de perro. Los dueños que no limpian los excrementos de sus mascotas son otros indeseables. No cuesta nada hacerlo. Por experiencia lo sé. Ni cuesta nada bajar con una botellita de agua con unas gotas de detergente para diluir el orín del perro y mitigar el desagradable olor que lo acompaña. Porque Sevilla olerá a azahar, jazmín y dama de noche, pero también a mierda y orines.

Me asomo desde la ventana de mi aislamiento a soñar con un espacio de libertad. Y observo desde las alturas a los repartidores de comida a domicilio circular con sus motos contra el sentido de la circulación. Y mientras los observo, escucho la alarma de un coche al final de la calle, oculto de mi vista por los naranjos, al que le acaban de romper el cristal del conductor, según me cuenta un feligrés del bar de enfrente.

Pero lo que nos preocupa es la guerra de Ucrania

El ‘buenismo’ no ha sido tan bueno

De todo esto no tienen toda la culpa los políticos. O sí, no lo sé. Porque llevamos años haciendo gala de un buenismo para el que tal vez no estemos preparados. Porque no pasa nada si el crío no se esfuerza por sacar adelante sus estudios, que ya se los saca el Gobierno mediante decreto. O si unos niñatos borrachos destrozan el mobiliario urbano, que ni ellos ni sus papás van a sufrir las consecuencias, que las sufriremos todos. O si un imbécil se inventa un hashtag para calumniar y difamar a sus congéneres bajo el anonimato cobarde de las redes sociales.

Cuando estudiaba Periodismo, el profesor de Derecho Político nos explicaba algo muy difícil de entender entonces, pero que a la postre se ha vuelto fundamental para mí a la hora de intentar entender la sociedad en la que vivo. Los crímenes contra las personas, por muy graves que sean, nunca serán tan graves como los cometidos contra la sociedad en su conjunto, los que socavan las bases de la convivencia, esas reglas del juego que nos hemos dado para convertir la selva de la que venimos en algo habitable.

Los poderes públicos deberían esforzarse un poco más para que estas reglas se cumplan. ¿Mano dura? No es necesario… Bastaría con aplicar las ordenanzas, las leyes… y el sentido común.

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