Ilusiones

En febrero del 14 me tocó volar a Barcelona con la entonces flamante emperatriz Susana Díaz. Ante un granado auditorio -la presentó el ya por entonces abogado defensor de Cristina de Borbón, Miquel Roca, y recuerdo que en las primeras filas estaba Joan Puig, el que tomó montesamente la piscina de Pedro J. Ramírez en Mallorca con la inmunidad que le daba el carné de diputado nacional de ERC que llevaba literalmente mordido en su cartera-, la ganadora de primarias sólo cuando no son primarias explicó su visión del problema catalán tras el fiasco del proceso estatutario (por inconstitucional más que por todas las firmas que recogiera el PP de Rajoy).

A los pocos días, ya de vuelta por Sevilla, me presentan un mediodía en un bareto de Triana a una veterana de mil batallas en Comisiones Obreras, que pronto -aunque su verdadero referente vital había sido Santiago Carrillo- admite su fascinación por la por aquel entonces nueva diva del socialismo autonómico y patrio. “Conozco a la familia de Susana Díaz de toda la vida y la conozco a ella, y ya habéis visto lo que acaba de hacer: ella sola ha arreglado el problema de Cataluña”. Alargué el buche de cerveza para borrar cualquier atisbo socarrón o de incredulidad en mirada y comisura. Porque yo me acababa de tragar en vivo y en directo aquel discurso leído de Susana y también me había quedado a escuchar las preguntas e intervenciones posteriores de los asistentes al Foro Barcelona Tribuna organizado por La Vanguardia. Y en general las fuerzas vivas catalanistas habían tildado directamente de trasnochado y ochentero el discurso de Díaz, reprochándole a la cara que no dejara abierto resquicio alguno para consagrar el novísimo derecho a decidir cuándo uno se va de este país sin irse de él.

Ahora, para restar carga política a los indultos a los líderes del procés, también hay quienes hablan de concordia, diálogo, reconciliación y de perdonar a quien exige para sí las disculpas. Y veo a gente de la izquierda más abisal a la que les brillan los ojos pero no reprimiendo la risotada, sino confiados en los nuevos liderazgos capaces de acallar ellos solos con un discurso leído las ansias de romper en una mesa política el país en tres partes. Repasando por encima los 21 folios de Susana que siguen por ahí colgados, no sé qué más cabe brindar, qué otra complicidad pueden pretender Pedro Sánchez y compañía para solventar el problemón territorial. Así que me temo que va llegando la hora de aclarar más que de apaciguar, de aplicar pura pedagogía constitucional que no consiste sólo en bendecir un derecho de gracia ilimitado.

Igual que S.M. el Rey Felipe VI (Ayuso lo sabe perfectamente) se tiene que prestar a firmar todo lo que le ponga por delante el Ejecutivo, un presidente del Gobierno de España sólo puede defender que la Constitución es límite infranqueable en mesas bi- o multilaterales. Para que una reforma de la Carta Magna dinamite ni más ni menos que el artículo 2 (el de la “indisoluble unidad” de la Nación española, “patria común e indivisible de todos los españoles”), la única vía es la del artículo 168, que implica que PSOE y PP vayan cogidos de la mano a convocar finalmente un referéndum en el que votaría desde Puigdemont hasta el último empadronado en Ayamonte. Se sigue frivolizando tantísimo con la Constitución y sus reformas que no me cabe duda de que es uno de los mayores problemas estructurales de la política española. Y de ahí que todos brillen: Susana Díaz antes, Pedro Sánchez ahora, el turquesa del bañador de Joan Puig en cualquier piscina que se meta… Ilusionarse es de ilusos.

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