Hermosa y abandonada

Lisboa está como siempre. Como la recordaba. O casi. Su mitificado y sempiterno abandono sigue intacto y hermoso. Continúa siendo una ciudad sin prisas pero con gente que va y viene, que busca, que encuentra, que pasa, que se queda. En la Baixa, una joven toca una guitarra acústica y canta mientras unos pocos la observan, alguno le da unas monedas y la mayoría la ignora. Como al músico anónimo que emula a Miles Davis con una careta de cartón que oculta su identidad y su historia, cual fantasma de la ópera lisboeta. La luz del atardecer realza los amarillos y azules de las fachadas en la Praça do Comercio, donde viejos lobos de mar se entremezclan con los turistas en la contemplación de ese Tajo inmenso en la hora en que muere el día.

El tranvía de toda la vida sigue recorriendo las empinadas y empedradas calles de aceras de mosaico, y hasta se ve algún biscooter cruzando del Chiado a Alfama. En Brasileira, los turistas siguen haciendo como que conversan con la estatua de un Pessoa al que no habrán leído. Incluso muchos no sabrán ni quién es el señor del sombrero y mesa privilegiada en pleno corazón del Chiado Las colas en la Cervejaria Trindade, que cumple 175 años, se repiten día tras día desde quién sabe cuándo.

Pero algo ha cambiado en Lisboa. Seguramente en Portugal. Tal vez la crisis… No pretendo volverme ahora guardián de la moralidad, sólo soy testigo de algo que nunca antes había vivido en esta ciudad a la que cada día amo más. En la Baixa, que viene a ser algo así como la calle Tetuán en Sevilla, salvando las distancias, al paseante le ofrecen droga con la naturalidad con que en el cruce de Albareda el cuponero vende iguales. Bellotas de hachís, farlopa, a buen precio, te regalo un poco para que la pruebes… A plena luz del día, en las narices de la Policía. De visitas anteriores recuerdo escenas similares de madrugada en según qué calles del Bairro Alto. Nunca en la Baixa ni de día. Da que pensar.

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Otrosí:

La gasolina por estos lares está a 1,604 euros. Es mejor beber cerveza.

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