Maestro no es quien enseña, sino aquel de quien uno aprende. Quien transmite su sabiduría con su ejemplo, sin pretender dar lecciones, aunque las dé. Quien considera a su pupilo un igual al que sólo le faltan algunos años de experiencia. Y quien ejerce su maestría como el capitán de un barco, que nunca abandona ni aun en la zozobra, mientras queden tripulantes a bordo.
Uno se siente afortunado cuando es consciente de haberse topado con uno de éstos. Y yo tengo la suerte de haberme topado con algunos a lo largo de mi vida. A uno de ellos, a Javier Rubio, le entregaron este martes un premio por su labor periodística. Hay quienes, afortunadamente para sí mismos, han descubierto a Javier ahora, por aquello de que más vale tarde que nunca. Yo tengo la inmensa fortuna de haberlo conocido hace más de treinta años.
Conocí a Javier Rubio en Diario 16 Andalucía, poco después de terminada la Expo 92. Más tarde compartí con él 18 años en la redacción de El Mundo en Sevilla, hasta que, primero él y algo más tarde yo, caímos, junto con otros muchos compañeros, por la borda de un barco que se mantenía a flote como podía en medio de un mar embravecido.
Javier Rubio no alardea de nada. Es el hombre bueno de Antonio Machado, alguien que antepone sus principios a cualquier otra circunstancia, a pesar del precio que ello conlleva. Un tipo discreto, prudente y callado, que ha hecho por esta ciudad y sus tradiciones, particularmente por su Semana Santa, mucho más de lo que la gente puede llegar a imaginarse.
Javier pertenece a esa generación de periodistas, diría que fue de los primeros, que empezó a mirar la Semana Santa con unos ojos vírgenes de tópicos, cuando la hoy llamada prensa morada ni estaba ni se la esperaba. Era un periodista que hacía de todo, política, economía, sociedad, sucesos, deportes… y también escribía de Semana Santa.
Los suyos eran los ojos del niño que cada año acude a ver las cofradías para descubrirlas como si fuera la primera vez y poder contarlo con la emoción del primer día intacta. Los ojos de un niño al que el paso de los años le ha blanqueado el cabello, pero no la mirada, porque ésta no puede ser más blanca.
Rubio siempre ha enseñado con la humildad de su ejemplo. Como jefe, era el primero que se arremangaba y se metía en faena. El primero que asumía las tareas más fatigosas e ingratas. El último que se marchaba. Y siempre era el que más sabía.
Siempre he querido que mis jefes sepan más que yo. Por obvio que esto parezca, no es algo que siempre ocurra. Con Rubio he tenido esa suerte. Y sigue sabiendo mucho más que yo, aunque ya no sea mi jefe. Por eso sigue siendo mi maestro. Algo por lo que siempre le estaré agradecido.