En el principio fue el vino (I)

El cultivo de la vid y la elaboración de vino ha acompañado al hombre desde el inicio de los tiempos. Tanto, o más, incluso que el olivar. En la Biblia encontramos referencias al mismo desde el Génesis, el primero de sus libros, que explica el origen del mundo. Y su presencia es constante tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

El sentido ontológico del vino, lo que es frente a lo que está, es decir su carácter esencial, lo marca el propio Jesús cuando manifiesta: «Yo soy la vid verdadera. Y mi Padre es el viñador» (Jn, 15:1). Y él mismo se estrena en su misión evangelizadora convirtiendo el agua en vino en aquel pasaje de las Bodas de Caná. «Este tío mola», debieron de pensar quienes presenciaron su primer milagro. Al final de su vida terrenal, Jesús volvería al vino, esta vez para transformarlo en su propia sangre, al instituir la Eucaristía, sacramente central del Cristianismo.

La Biblia es un relato que no hay que tomar al pie de la letra, obviamente, pero del que se pueden extraer conclusiones, como mínimo, sobre cómo vivían quienes la escribieron y sus coetáneos. La Biblia es una de las fuentes historiográficas más importantes en torno al lugar y momento en el que surgen las primeras civilizaciones. El hombre nómada levanta asentamientos y empieza a cultivar y criar lo que come y de lo que se viste. En el Génesis aparecen ya las primeras referencias al vino y el cultivo de la vid. Aunque no, pese a la creencia generalizada, en forma de hoja de parra para tapar las vergüenzas de Adán y Eva.

De hecho, el árbol prohibido no es el manzano, sino la higuera. O al menos, con hojas de higuera de taparon al comprobar que estaban desnudos (Gn, 3: 7), lo que no hace descabellado pensar que lo que Eva ofreció a Adán era un higo y no una manzana. Sin embargo, al norte de los Alpes pocos tenían idea de qué o cómo era una higuera y los artistas, sobre todo a partir del Renacimiento, empezaron a pintar a Adán y Eva cubiertos con una hoja de parra, de tamaño y forma suficiente como para tapar los genitales de los pecadores.

Lo de la manzana hunde su raíz en la mitología griega: La diosa de la discordia, Eris, que no había sido invitada a la boda de Peleo, se presenta allí con una manzana de oro con la leyenda «para la más bella». Por ella pugnan las diosas Hera, Atenea y Afrodita, presentes en las nupcias. Zeus decide entregar la manzana al príncipe Paris, para que decida cuál de las tres diosas es merecedora de la misma. Éste elige a Afrodita, que le ha prometido el amor de la mujer más bella del mundo, Helena, esposa del rey Menelao. Afrodita cumple su palabra y Helena se enamora de Paris, que se la lleva a Troya, desatando la ira de Menelao. Ello desencadena la Guerra de Troya. Una manzana, una mujer y un castigo, por estos elementos el arte adoptó la manzana como símbolo de la fruta prohibida.

Noé, el primer viticultor

Retomando el relato, el vino aparece, efectivamente, en el Génesis, pero no en el pasaje que cuenta la rebelión de los primeros habitantes del paraíso. Se menciona por vez primera tras el Diluvio Universal, cuando se retiran las aguas y el arca de Noé queda encallada en el monte Ararat, muy cerca de la actual frontera turca con Armenia. El patrón decide instalarse allí mismo y se convierte en viticultor. «Se dedicó a la labranza y plantó una viña. Bebió del vino, se embriagó, y quedó desnudo en medio de su tienda», nos cuenta el Génesis (Gn, 9: 20-21).

El Génesis localiza el paraíso en un paraje terrenal muy concreto, regado por cuatro ríos: el Pisón, el Guijón (actualmente fosilizados), el Tigris y el Éufrates. Esto nos permiten situarlo en el mapa, sin dejar mucho margen para el error. No existe un consenso sobre al origen geográfico exacto del vino, pero sí en que debió de ser algún lugar del ámbito mediterráneo-oriental. Los primeros indicios arqueológicos de la existencia de vino, datados entre los años 5400 y 5000 a.C., se han localizado en el norte de Irán, no muy lejos del monte Ararat. Y mesopotamios y sumerios, es decir, los habitantes de la zona donde el Génesis ubica el Edén, distinguían los vinos de las montañas, que consideraban mejores, de los del llano. El Poema de Gilgamesh, la obra épica más antigua, menciona un país maravilloso «donde crece la viña de uvas de lapislázuli».

El vino, una ofrenda a los dioses

Y se sabe que el vino también era un producto bien conocido en el Egipto de los faraones. En la tumba de Tutankamon se hallaron ánforas que contuvieron en su día algún tipo de vino tinto, pues el valor ritual del vino hacía que se considerara digno de ser ofrenda para los dioses, como recoge el Libro de los Muertos.

Mesopotamia, Egipto… Es el territorio en el que transcurre la historia que relata la Biblia. En el libro de los Números, se cuenta que Moisés envió a doce espías a reconocer la tierra de Canáan y que dos de ellos volvieron cargando con un sarmiento con un único racimo de uvas (Nm, 13: 17-24), y así sería el racimo, que a aquel territorio cercano a la actual ciudad de Hebrón llamaron Valle de Escol (del hebreo Eshkôl, que significa racimo). 

Por todo esto se sabe que el de la vid es uno de los cultivos más antiguos y que Palestina, como el resto del área mediterránea, es región vinícola. No resulta, por ello, extraño que los autores de la Biblia recurrieran al vino, incluso para referirse a realidades superiores, espirituales. A lo largo de todo el relato que proponen las Sagradas Escrituras, aquél aparece hasta en 443 ocasiones, según recoge Herculano Alves en su libro Símbolos en la Biblia, con significados diversos.

No es cuestión de enumerar todas las veces que el vino o las actividades relacionadas con su elaboración (como cuando Jeremías habla de los lagareros o Isaías de los vendimiadores) aparecen en la Biblia. No hace falta para entender que era algo cotidiano en aquellas civilizaciones antiguas, sobre las que se han construido todas las que han venido después.

(Continuará…)

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