La frecuencia y el modo en que el vino aparece a lo largo del relato que nos ofrece la Biblia lo muestra como un elemento cotidiano en la Palestina de hace 20 o 30 siglos. Jeremías describe en un par de pasajes la actividad de los lagareros (Jr, 25:30) y de los pisadores de la uva (Jr, 48:33), e Isaías se refiere a la vendimia como un momento de gozo (Is, 16:10). Son actividades no sólo cotidianas, sino generalmente también festivas de los habitantes de aquel tiempo. San Pablo, en una de sus Cartas a Timoteo (1 Tm, 5:23), lo recomienda como remedio para algunos males: «No bebas ya agua sola. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes indisposiciones». Y en el Evangelio de Marcos, se nos cuenta que a Jesús le ofrecieron, estando en la cruz, «vino con mirra» (Mc, 15, 23) para aliviar su sufrimiento, aunque «él no lo tomó», según termina la cita.
Podemos encontrar también referencias al comercio internacional del vino en los libros de los profetas Ezequiel y Oseas, cuando señalan que «Damasco era cliente tuya por la abundancia de toda riqueza, te proveía de vino de Jelbón y lana de Bajar» (Ez, 27:18) o «Volverán a sentarse a mi sombra: harán crecer el trigo, florecerán como la vid, su renombre será como el del vino del Líbano» (Os, 14:8)
Con frecuencia, especialmente en el Antiguo Testamento, las referencias al vino son para advertir de sus efectos perniciosos. En el Levítico, Dios advierte la prohibición de bebidas alcohólicas (Lv 10: 9: «Cuando hayáis de entrar en la tienda del Encuentro, no bebáis vino ni bebida que os pueda embriagar, ni tú ni tus hijos, no sea que muráis»). Oseas es más conciso, incluso, y afirma directamente que «el vino y el mosto arrebatan el seso» (Os, 4:11). Isaías se refiere a los falsos profetas y señala que «también ésos por el vino desatinan y por el licor divagan» (Is, 28:7).
Una resaca como Dios manda
En esta línea, el libro de los Proverbios dedica varios pasajes a este mismo menester: «Arrogante es el vino, tumultuosa la bebida; quien en ellas se pierde, no llegará a sabio» (Pr, 20:1), y hasta propone una impagable descripción de resaca: «No mires el vino. ¡Qué buen color tiene! ¡cómo brinca en la copa! ¡Qué bien entra! Pero, a la postre, como serpiente muerde, como víbora pica. Tus ojos verán cosas extrañas, y tu corazón hablará sin ton ni son. Estarás como acostado en el corazón del mar, o acostado en la punta de un mástil. Me han golpeado, pero no estoy enfermo; me han tundido a palos, pero no lo he sentido. ¿Cuándo me despertaré..? Me lo seguiré preguntando” (Pr, 23: 30-35). Éstos son sólo algunos ejemplos.
Sin embargo, como se ha apuntado, el vino no es, para los autores de la Biblia, algo necesariamente negativo. De hecho, se diría que más bien todo lo contrario: un motivo de gozo y felicidad, ligado con frecuencia a las celebraciones, abundancia y consuelo. Si el Salmo 116, por ejemplo, dice «La copa de salvación levantaré/ e invocaré el nombre de Yahveh» (Sal, 116:13), el 104 se refiere a «el vino que recrea el corazón del hombre» (Sal, 104:15).
En general, los pueblos de la antigüedad, Egipto especialmente, aunque no sólo, asociaban al vino, por su color rojo, a la sangre, y por la alegría que produce su consumo, a la vida. En la Biblia también tiene este sentido, y por ello el vino es «sangre de las uvas» (Gn, 49:11 y Dt, 32:14), y por ello también se ofrece a Dios en los sacrificios, entre los mejores productos de la tierra, como el cordero o el aceite.
Pero, claro, la identificación del vino con la sangre lleva también aparejado que, en ocasiones, su significado no sea el de la vida, sino el de la muerte, como se refleja, por ejemplo, en el siguiente pasaje del Apocalipsis: «Y salió otro ángel del templo celeste llevando también una hoz afilada… Acercó el ángel su hoz a la tierra, vendimió la viña de la tierra y arrojó las uvas al gran lagar de la ira de Dios. El lagar fue pisado en las afueras de la ciudad y salió de él tanta sangre que alcanzó la altura de los frenos de los caballos en un radio de mil seiscientos estadios» (Ap, 14:17, 19-20). Realmente aterrador.
El banquete mesiánico
El vino, imprescindible en cualquier banquete, forma parte inseparable del banquete mesiánico al que nos invita constantemente el relato bíblico, y de manera especial el Nuevo Testamento. Por eso mismo, Jesucristo obra su primer milagro convirtiendo el agua en vino. En las Bodas de Caná, que relata el evangelista Juan (Jn, 2:1-11), estando en plena celebración se acaba el vino y María le pide a su hijo que solucione el problema que tienen los novios. Jesús les dice a los sirvientes que llenen de agua unas tinajas y a continuación las sirvan a los invitados… Pero no es agua lo que sale de los recipientes, sino el mejor vino que imaginarse pudieran. Así que Jesús inició su ministerio público con vino, un «vino nuevo» guardado hasta el momento de la llegada del Mesías, motivo de alegría y de fiesta.
Y si Jesús empezó su ministerio con el vino de Caná, lo finalizó instaurando la Eucaristía (que, en griego, significa “dar las gracias”) durante la última cena con sus discípulos, en la que el pan y, por supuesto, el vino, se transforman ahora, según el dogma cristiano, en su propio cuerpo y su propia sangre.