Hacer una ruta en moto por viñedos pensando sólo en el vino es como beber una copa pensando sólo en el alcohol que contiene. El vino es mucho más que alcohol. Es sabor, es aroma, es historia, es la tierra, es la gente que lo trabaja. Madrigal de las Altas Torres es un pueblo venido a menos. Ahora viven en él menos de 1.500 personas, «pero llegó a tener más de siete mil». Allí nació Isabel la católica, bautizada en la misma pila de la iglesia de San Nicolás de Bari en que se bautizó la hija de Fernando, que nos cuenta que la iglesia, de planta basilical, es del siglo XIII y que el primer retablo que tuvo, del siglo XIV y restaurado hace pocos años, fue descubierto recientemente -justo antes de la restauración- convertido en suelo para ser pisado. Menos mal, dice con una mezcla de sorna y melancolía, que debió ser verano cuando quien fuera decidió darle un nuevo uso a la madera. «En invierno, hubiera servido para dar calor, como leña de hoguera».
Hasta Madrigal, el paisaje es el de un desierto. Muerto, inhabitado, fantasmal… Se atraviesan pueblos de persianas bajadas en los que no se cruza un alma, no ladra un perro… Una mirada furtiva desde detrás de una cortina echada fiscaliza a los dos motoristas. Un nido de cigüeña vacío en lo alto del campanario de una iglesia. Poco más. Pasado. «Esto está muerto». El hombre ha visto llegar a los moteros y les pregunta de dónde vienen. De Sevilla, le responden. Él es de Ibiza. O vive allí. Pero en verano se viene a Madrigal. Esto está muerto, repite. Cincuenta y siete años viniendo en vacaciones. El paro… La gente vive del campo, de la construcción, de lo que puede… Dice que quiere irse y ya no quiere volver.
Fernando nos pide que ayudemos con el boca a boca a que la gente se acerque hasta allí. «Somos pobres, no tenemos para propaganda». Piden un donativo de dos euros y te lo explican todo de la iglesia. Madrigal es la cuna de Isabel la católica y del verdejo, dice con orgullo Fernando. Los de Rueda y la Seca se pelean por la paternidad del vino, pero la primera referencia de vino elaborado a partir de la uva verdejo es de Madrigal, insiste. «Ellos fueron más listos, pero nosotros fuimos los primeros». A la salida de Madrigal nos topamos con los primeros viñedos de la zona. Nos adentramos en la ruta de Rueda. En el castillo de la Mota terminamos con el hornazo que compramos en Salamanca, lo que se está convirtiendo en una tradición. Habíamos desayunado junto al hotel. Pero, en el norte, las tostadas no son como acostumbramos en el sur.
Empieza a llover y tomamos la autovía. Tordesillas, Valladolid, Burgos… Cien kilómetros antes de Burgos nos desviamos hacia la ruta de la Ribera del Duero. Las carreteras de tiralíneas se van haciendo, poco a poco, ligeramente sinuosas. No demasiado, pero el paisaje es hermoso. Están poco transitadas. Los castillos se alternan con los viñedos durante el recorrido. Los viñedos en el llano o en las laderas en pendiente. Los castillos, coronando colina. Las uvas se ven en las cepas casi a punto para la inminente vendimia. En Peñafiel, capital de la aristocracia vinícola de la zona y tierra de quesos, comemos.
En Aranda de Duero establecemos nuestro cuartel general para los próximos días. Coincidimos con que se celebra en la ciudad la nueva exposición de Las Edades del Hombre, dedicada en esta ocasión a la Eucaristía. Más vino, más historia, más cultura. La muestra la abren un bodegón de Antonio López y un hermoso racimo de uvas pintado por Carmen Laffón. Sevilla ha enviado un Murillo a la muestra, La Última Cena de Santa María la Blanca. Recorremos parte de las laberínticas bodegas que existen en el subsuelo de esta ciudad, en el corazón de la Ribera del Duero. Y brindamos por primera vez en este viaje con vino, por nosotros, por la vida, por el futuro.