El vino del peregrino

La misma realidad tiene siempre al menos dos perspectivas diferentes, si no más. La carretera de Burgos a Logroño está jalonada por símbolos constantes que conducen hacia el vino. Racimos de uva fundidos en hierro en los pilares bajo los puentes y rótulos indicando la ruta de los viñedos.

Pero de Logroño a Burgos, la misma carretera es otra. Las uvas de los racimos se han transformado en conchas de peregrino y la flecha amarilla indica en los márgenes de la vía el camino que lleva al campo de de las estrellas. Y por esos caminos, los peregrinos. Cada uno con la cruz de su porqué a cuestas. Mochilas, bastones y vista al frente. Animosos y cansados. Solitarios o en grupo.

El camino nos lleva de nuevo a pasar por Atapuerca. Buscamos en el tramo más boscoso de la N-120 los cervatillos que pudimos ver a la ida. Pero ahora no aparecen. Sólo se ven caminantes.

Dan ganas de parar y desearles buen camino. Qué recuerdos de aquellas dos experiencias, la primera a pie, la segunda de un extremo a otro de la ruta jacobea sobre las mismas cabalgaduras que nos han llevado este año entre viñedos. Laguardia y La Rioja se han quedado ya atrás. El destino es Salamanca. Hay que desandar lo andado, pero esta vez con parada para avituallamiento del cuerpo y del espíritu en Zamora.

La catedral es diferente a las de su entorno. Muy anterior a las de León y Burgos, destaca la cúpula sobre el crucero. La estampa que dibuja sobre el Duero no sólo la catedral, sino la ciudad entera es realmente hermosa. Hemos comido y, después de visitar la catedral, marchamos camino de Salamanca, la hermosa ciudad. Se está convirtiendo casi en una tradición. Se cierra el círculo. Volvemos al principio.

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