El oasis de la baronesa

A veces hay que parar para observar y tratar de entender. La cafetería donde desayuno habitualmente se llama La baronesa. Es un micromundo a escala del mundo exterior. La misma gente, los mismos problemas... Pero el tiempo pasa más despacio y las prisas se quedan en la puerta, como los paraguas en el paragüero los días de lluvia.

Siempre que puedo desayuno en el mismo sitio. Es un lugar cerca de casa, de nombre aristocrático, pero a la medida de los vecinos del barrio. A mí me gusta el ambiente, el trato, el café… Por la mañana hay más camareras que camareros. Por la noche, cuando la cafetería se transforma en un bar de copas, se invierten los términos. Pero ahora lo que toca es el desayuno. La liturgia nuestra de cada buenos días.

– Buenos días, Ignacio -se saben los nombres de los clientes-. ¿Lo de siempre? -también sus gustos.

– Sí, lo de siempre -en mi caso, café con leche y entera con aceite, tomate en rodajas y jamón-. Con sacarina, por favor.

– ¿Te vas a sentar en tu mesa?

– Sí, si está libre…

Me siento en mi rincón preferido. Me gusta ese sitio. Taburete junto a una mesa alta. Nadie a mi espalda. Y desde esa posición puedo observar casi todo el espacio. A veces me llevo un libro. Otras curioseo las redes sociales desde el teléfono móvil. Pero hoy sólo quiero pararme, observar y tratar de entender.

En la mesa de al lado una mujer joven con aspecto de estudiante, café en taza grande, trabaja con un ordenador. Yo a veces también lo he hecho. Frente a mí, cuatro empleados, tres hombres y una mujer, parecen de la misma empresa, aprovechan para poner a sus jefes a caer de un burro. Y no seré yo quien diga que sin razón. Porque el cargo, es de lo que se quejan, no te da la experiencia ni la capacidad. Más allá, dos madres jóvenes también se sientan junto a sus carritos de bebé vacíos, disfrutando de ese oasis en mitad del desierto de la crianza. Para mí, un capuchino. Para mí, igual, pero la leche sin lactosa.

También tiene a su lado un carro vacío el hombre que se sienta en la mesa que está al otro lado de la de ellas. Pero éste está solo y lee lo que parece ser un ensayo sobre la comunicación en tiempos de guerra. En la barra desayuna el mecánico del taller que hay en la misma calle. Muchos de los parroquianos del bar son también clientes suyos y lo saludan al llegar o al irse. Un poco más allá, haciendo corrillo también junto a la barra, las empleadas de un supermercado próximo se afanan en pagar, apurando, ya con el uniforme puesto, los últimos instantes antes de abrir al público. Y también está ese jubilado, al que llaman por su nombre, que aparta el periódico (¡sí, el periódico!) cuando le traen el café.

La banda sonora del desayuno es una amalgama de música, conversación y ruido de cocina. Por los altavoces, clásicos del jazz y del rock en versión chill-out. Los trabajadores de la cafetería preguntan las comandas a los clientes que llegan y desean un buen día a los que se van. En la cocina hacen sonar una campanilla para avisar de que salen las tostadas, mientras la máquina del café resopla con el sonido de una locomotora antigua

La pareja de la mesa del fondo ya estaba ahí cuando yo he entrado. Pero no les he escuchado hablar en todo el rato, ni les he visto levantar la cabeza de sus respectivos móviles. Otra familia llega con un perro. Aquí los admiten, si van amarrados. A mí no me gusta traer al mío, la verdad. Es miedoso y pasa un mal rato. Y yo también, cada vez que le ladra a alguien que lo mira, pensará él, con intención de hacerle daño. ¿Cómo está el miedosito?, me pregunta uno de los camareros, como quien pregunta por la familia. Le gustan los perros. Él tiene cinco, me cuenta. Y sigue anotando comandas.

Jazz y rock en versión chill-out

La banda sonora del desayuno es una amalgama de música, conversación y ruido de cocina. Por los altavoces, clásicos del jazz y del rock en versión chill-out. Los trabajadores de la cafetería preguntan las comandas a los clientes que llegan y desean un buen día a los que se van. En la cocina hacen sonar una campanilla para avisar de que salen las tostadas, mientras la máquina del café resopla con el sonido de una locomotora antigua. Un vendedor de cupones irrumpe sin violencia en la escena y se vuelve a ir nada más acabar su ronda, que ha de continuar por otros universos similares a éste.

Elevan la voz por encima de la media los trabajadores de una cuadrilla de operarios que detiene la faena para el avituallamiento de media mañana. Su media mañana. En la puerta, un patrullero de la Policía Nacional detenido en doble fila con los intermitentes encendidos. Y dentro, los agentes, un hombre y una mujer, se toman casi de una vez el segundo café de la mañana.

En la cafetería se reproduce en pequeñito el mundo exterior. Todas las preocupaciones, las mismas de la calle, a la escala del desayuno. El trabajo, los hijos, la guerra… Las de uno, cuando observa a su alrededor, parecieran tomarse un descanso. El tiempo avanza más despacio. Las prisas se quedan a la puerta, como los paraguas en el paragüero los días de lluvia. Aunque, inevitablemente, al final hay que volver a ellas. Lo de siempre.

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