Las redes sociales son el nuevo ágora. El desarrollo de las tecnologías de la información y su abaratamiento han permitido la «democratización» de la opinión pública y publicada. Ésta ya no necesita ser ejercida por unos pocos, sino que puede ser, y de hecho lo es, ejercida por todos. Incluso por cualquiera. Y eso es de celebrar.
Este fenómeno de la «democratización» de la opinión lleva aparejada, necesariamente, una vulgarización de aquélla, por cuanto la opinión es ahora patrimonio del vulgo, es decir, del común o conjunto de la gente popular (primera acepción de la RAE). Además, este mismo vulgo (segunda acepción), representa al conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial. Lo asumimos.
Esa falta de conocimiento, por supuesto, no implica una limitación del derecho a tener una opinión (lo que, en cualquier caso, no es posible limitar de facto) ni a expresarla abiertamente por los medios de que cada uno disponga y quiera hacer uso. Se llama libertad de expresión y todos tenemos derecho a ella. Todos. Con independencia de que tengamos una opinión más o menos formada, mejor o peor formada.
Una consecuencia inevitable y evidente de esta vulgarización de la opinión es la polarización de las ideas, la pérdida de los matices, de los grises en favor del blanco y negro. La radicalización de la opinión y de su expresión: el discurso. Y, en consecuencia también, la aniquilación del debate, del intercambio de ideas y de la posibilidad de modificación de la propia opinión. Y de todo eso hay quien saca tajada, sin que nos demos cuenta de que le estamos siguiendo el juego y nos tiene a su merced.
Este fenómeno no es nuevo ni desconocido, desde luego. Basta leer a George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury para comprobar que las distopías de hace 80 o 100 años son realidades hoy día. En su 1984, el visionario Orwell describía una realidad marcada por la existencia de un Ministerio de la Verdad, dedicado a reescribir la Historia, con su policía del pensamiento y su neolengua, una sociedad totalitaria de apariencia feliz en la que todo ocurre bajo el ojo omnipresente del Gran Hermano y en la que quien se sale de lo establecido es rápidamente represaliado. ¿Les suena?
Señalar los paralelismos existentes entre la sociedad orwelliana y la realidad que nos ha tocado vivir resulta innecesario. O quizá, mejor, agotador. Porque todo lo que negro sobre blanco nos parece despreciable y nos causa rechazo, lo tenemos a nuestro alrededor y no somos capaces de verlo. O lo vemos sólo en los demás pero no en nosotros mismos. El Ministerio de la Verdad de Orwell se parece mucho a la Comisión Permanente contra la Desinformación de Pedro Sánchez. De la neolengua o el neolenguo, para qué hablar. O de esa ley que sirve como coartada para borrar las huellas de la parte de la Historia que a casi todos avergüenza tanto como a muchos pretender que no ha ocurrido.
En el nuevo ágora también están los trolls, el equivalente a la orwelliana policía del pensamiento, que a veces son robots, máquinas programadas para reaccionar ante determinadas palabras clave, pero generalmente somos nosotros mismos, que nos aprestamos a linchamientos a la primera de cambio, tratando de hacer pasar por un delito de odio (de nuevo la neolengua) cualquier opinión que se contrapone a la nuestra, diciendo qué se puede opinar y qué no, especialmente los demás, y acusando de fascista (o equidistante, lo que no se sabe qué es peor) a cualquiera que no comulga con las ruedas de molino que estamos dispuestos a tragarnos nosotros.