Me siento a escribir mientras esperamos a que el tren que viene de Vigo con destino a Madrid nos recoja en Santiago y nos lleve hasta Ourense, donde empezó todo hace una semana. Allí tenemos aparcado el coche que nos trajo a Galicia y en el que nos volveremos a casa.
¡Cómo pasa el tiempo! Ahora me parece que fue ayer cuando Sara me preguntaba «¿lo de siempre?» al verme llegar a la Baronesa más temprano de lo habitual y con mochila, bastón y sombrero de peregrino.
Son los miedos, las dudas, las inseguridades y los propios fantasmas los que más espacio ocupan y lo que más pesan en nuestra mochila. La de cada uno. La mochila del peregrino. Porque todos somos peregrinos de nuestra propia existencia, aunque a veces, muchas veces, no sepamos a dónde nos conducen nuestros pasos.
He querido dejar reposar la experiencia antes de ponerme a escribir la crónica con la que cierro el relato de la peregrinación. Mi tercera peregrinación a Santiago de Compostela, esta vez con abrazo al apóstol (doble, de hecho), tras haberse desvanecido los fantasmas de la enfermedad que nos volvió en los últimos años más desconfiados, más solitarios, más temerosos…
Aquello ya pasó y hoy Santiago amanece con una luz brillante y un cielo despejado, sin nubarrones, un cielo como el que nos ha acompañado todos estos días durante el camino a pie que emprendimos hace seis jornadas. Desayunando por última vez en Galicia (mañana espero volver a escuchar el mismo «¿lo de siempre?» en boca de alguna de las chicas de la Baronesa), hemos visto en una televisión muda avisos de lluvia en el sur. Toda una metáfora de la vuelta a la rutina. Pero bendita rutina que nos trae el agua y la vida que tanto seguimos necesitando.
Llegada a Santiago
Llevo tres caminos a mis espaldas y en mis pies. Y, si bien es cierto que este camino de la Vía de la Plata (o camino sanabrés por pasar por Puebla de Sanabria), en cuanto a servicios, tiene mucho que mejorar (me refiero en particular a los albergues y bares que el peregrino podría encontrar y no encuentra por el camino), la llegada a Santiago es la más hermosa de las tres que he conocido.
No hay polígonos industriales, no hay grandes centros comerciales, no hay grandes barriadas residenciales que hagan interminable la llegada. Es todo camino rural, un camino que atraviesa pequeños núcleos de población y que, cuando te das cuenta, te ha llevado hasta los pies mismos de la Catedral. Es de una belleza indescriptible. Y lo digo, después de haber «sufrido» la entrada a la ciudad compostelana desde el Monte do Gozo (camino francés) y Milladoiro (portugués).
El camino de la Vía de la Plata entra en Santiago desde Angrois y pasa junto a la colegiata de la Virgen del Sar, una iglesia románica que nunca antes había tenido la oportunidad de visitar y que bien merece la pena detenerse a contemplarla, siquiera por tomar un respiro (físico y espiritual) antes de afrontar la última cuesta del camino.
La etapa desde Outeiro es corta y sin grandes dificultades. Alguna subida al final, endurecida por la ansiedad que produce la cercanía y las ganas de llegar tras casi 120 kilómetros en nuestros pies.
Habíamos salido muy temprano del albergue de Outeiro. Es un albergue que, por muy poco, podría ser un muy buen albergue, pero que, por ese muy poco, termina siendo decepcionante. Tanto frío pasamos en el albergue, que a las seis y media de la mañana estábamos poniéndonos rumbo a Santiago. Al menos fuera, caminando, teníamos la posibilidad de entrar en calor.
Camino de sacrificios
Empezamos a caminar de noche, sin desayunar. El hospitalero nos dio indicaciones muy precisas de dónde podíamos desayunar, ya que en el albergue no teníamos ni posibilidad de calentar agua para una infusión. El microondas averiado lo cambiaron por uno nuevo mientras estábamos cenando la noche antes, hay que decirlo. Un microondas sin grill, por cierto. Pero seguía sin haber menaje, así que ni una triste taza, ni un pobre vaso de duralex para echar el agua. No importaba. A siete kilómetros de Outeiro, en un lugar llamado Susana, una cafetería llamada Susana pondría fin a nuestro ayuno.
Clavado. Con una hora y media aproximadamente de caminata llegamos a Susana. Y un poco más allá, allí estaba la cafetería del mismo nombre. Pero resulta que no servían desayunos.
¿Café tienen? Sí, claro, nos dijo la señora. ¿Y bocadillos nos puede hacer? Depende… Sólo de queso. Vale, perfecto, le dijimos. Dos, por favor. Nos puso el café, se puso a barrer y un rato después nos ofreció dos trozos de bizcocho. De los bocadillos de queso nunca más se supo. No tendría ganas de prepararlos y pensó que con el bizcocho nos daríamos por satisfechos.
Vuelta al camino. Mucho asfalto, pero también bosque. El sol de la mañana termina por alcanzarnos. La etapa es breve, aunque echamos en falta no haber comido caliente desde Silleda. Casi no haber comido, de hecho.
Sonrisas
Pero todo fue llegar a las inmediaciones de la Catedral de Santiago, aún con las mochilas a cuestas, no tengo muy claro por qué (o quizá sí), y las fuerzas volvieron a nosotros, los dolores desaparecieron y una extraña y positiva energía nueva se apoderó de los peregrinos. Habíamos completado la peregrinación. Todos los sacrificios habían merecido la pena.
Cumplimos el rito de recoger la Compostela. Con la credencial registrada previamente, en menos de un minuto la teníamos. Sin colas, sin esperas. Sería por la hora, poco antes del mediodía. Recordaba las colas del año pasado y no quería pasar por lo mismo. Colas para entrar en la Catedral sí que había. Dentro se estaba celebrando la misa del peregrino, a la que no llegamos a tiempo, y había que esperar para poder entrar. Finalmente, pudimos darle el abrazo al apóstol.
Por la tarde sí pudimos entrar en la misa de las 19.30. Y por la noche volvimos a la Catedral para hacer la visita nocturna, que incluyó nuevo abrazo al apóstol, casi íntimo, por lo reducido del grupo, y visita explicada a toda la iglesia y al Pórtico de la Gloria. El guía nos habló de la sonrisa de Daniel, una de las primeras sonrisas del románico, y que tal vez era porque estaba mirando a Susana.
Yo me acordaba de Susana y también me sonreía.