Dentro de siete días no podré dormir. Me habré ido a la cama temprano, con los deberes hechos. Tendré prisa por dormirme, porque querré, como si ello fuera posible, adelantar el amanecer. Miraré el reloj, las doce, la una, las dos, las tres… y seguiré sin conciliar el sueño. Repasaré mentalmente, una vez más, que todo está a punto. La maleta, a falta del cepillo de dientes, los papeles de la moto guardados, el seguro revisado una vez más; la cámara de fotos, el GPS, que no se me olvide el número de la reserva del hotel, ¿he metido la corbata para la boda de mi hermano?, ¡huy, el regalo..! Me levantaré a comprobar que todo está en su sitio, que en la casa no queda nada pendiente de recoger…
Llegará, al fin, la mañana, resistiéndose. Me pondré en pie sin haber descansado, pero con las fuerzas a rebosar. Y no me costará madrugar. Iré a por la moto, la llevaré a la puerta de casa. Colocaré las alforjas, el soporte del GPS, ajustaré el equipaje para que vaya bien sujeto, llamaré a Emilio, que él sí se habrá quedado dormido. ‘Ya voy para allá’, me dirá. Nos tomaremos un café mientras la Virgen de los Reyes franquea el dintel de la Puerta de Palos para encontrarse con la gente de Sevilla. Y con el aire más o menos fresco de la mañana agosteña nos pondremos en dirección a la aventura.
Siete días. Desde la perspectiva con que los miro ahora, todavía en el trabajo, parecen una eternidad. Dios hizo el mundo en siete días, y a mí siete días se me antojan un mundo. Pero llegará, claro que llegará, resistiéndose, sí, como la mañana de la partida. Pero llegará. Todo llega.