En Calonge, aquel Macondo del periodismo sevillano desde el que Diario 16 Andalucía oteaba la ciudad, aprendí lo que en el argot periodístico-impresor significaban «caja alta» y «caja baja». O simplemente «alta» y «baja». Los cintillos iban en «alta». Los ladillos en «baja», creo recordar. Cintillos y ladillos también forman parte del argot. Como filetes, corondeles, sumarios, sueltos o hirsutismo, campismo, cooperantismo o caraballismo, aunque estos últimos conformaran un argot específico, mucho más localizado (y mucho más rico) entre las paredes de cristal de aquella trinchera.
Era un tiempo no tan lejano, o eso quiero pensar, en el que cuando uno llegaba a una redacción en prácticas o de meritorio (que no de becario) se encontraba en ella a verdaderos maestros de la profesión, periodistas curtidos y experimentados de los que cada vez van quedando menos. Eran verdaderos referentes y eran generosos, estaban dispuestos a perder su tiempo en enseñarte todo lo que sabían, pero sólo si tú estabas dispuesto a perder el tuyo aprendiendo todo lo que te enseñaban.
Yo tuve la inmensa suerte de coincidir entonces con muchos de los mejores y con bastantes de ellos continué trabajando a lo largo de los años. Estaban los tres javieres, Rubio, Caraballo y Recio, Teresa y María Luisa, la Suero, el gran Chaconeti, Ramón Ramos y Olafi, Miguel Ángel Vázquez, antes de sucumbir a los cantos de sirena de la política, Diego Caballero, que se mimetizaba con el entorno hasta casi pasar desapercibido, Ignacio Camacho, que repartía premios sin parar, Paquiño Correal o el gran Delaspe, Juan Luis de las Peñas, la templanza personificada, mientras no jugara su Barça.
Los periodistas veteranos eran referentes y eran generosos, estaban dispuestos a perder su tiempo en enseñarte todo lo que sabían, pero sólo si tú estabas dispuesto a perder el tuyo aprendiendo todo lo que te enseñaban
Algunos te enseñaban a formular preguntas en las ruedas de prensa y a repreguntar. Otros te regalaban el tesoro de los contactos de su agenda. Otros te daban las claves para titular de forma breve y concisa. Alguno, también para moverte entre las sombras para conseguir una historia. Y todos ellos te enseñaban a escribir. A escribir bien. A escribir como se escribía en los periódicos entonces, con muy pocas reglas, pero muy importantes. «Guerra a la pasiva», «el muerto en la primera línea», «una idea un párrafo, un párrafo una idea», eran las primeras lecciones del maestro Javier Rubio.
Los había que se sentaban contigo y te explicaban, rotulador rojo en mano, el porqué de todo, como Javier Recio o Teresa López Pavón, pero también estaban los que te hacían aprender a base de devolver tus textos a los corrales por falta de bravura, como Caraballo o Paco Rosell, que leía con fruición (y rotulador rojo en mano) de la primera a la última línea del periódico antes de que se publicara. De éstos no podías esperar que te felicitaran si lo hacías bien, todo lo más un pequeño gruñido de aprobación. Pero sí que te dejaban claro cuándo un trabajo no era de su total agrado.
El valor de la experiencia
Por supuesto no eran los únicos, pero sí representaban a toda una generación. La última generación de periodistas de este tenor, la mejor escuela de periodismo. A todos ellos les agradezco lo aprendido. A todos. Me acuerdo de aquella época y de todos ellos a diario. Con alguno sigo trabajando hoy, casi tres décadas después. Y me acuerdo de ellos porque leo los periódicos y maldigo el derrotero que, con honrosas pero muy pocas excepciones, han ido tomando los medios de información.
El País acaba de desprenderse de un patrimonio de talento y experiencia impagable al deshacerse de los 40 periodistas más veteranos. Y ni son los primeros ni serán los últimos. La experiencia, hoy, parece estar sobrevalorada bajo la tiranía de las métricas. Pedro J. Ramírez fue el primero en apostar fuerte por lo digital en España, hasta que entendió que tener millones de usuarios únicos no era suficiente, si éstos no se convertían en dinero. Y, entonces, los periódicos dejaron de hacer lo que sabían hacer y empezaron a hacer lo que nunca antes habían hecho. Sin saber.
No va quedando nadie en las redacciones de los medios para enseñar a los egresados de las facultades de Periodismo, que se convierten a un tiempo en aprendices y maestros de sí mismos
Una de las muchas consecuencias que ha tenido esto es la desaparición de los veteranos y la renuncia a la experiencia. Y, de paso, la huida de buena parte de la calidad del trabajo periodístico. Lógico y normal. En papel (cada vez menos) o en formato digital, nos topamos a diario con textos que no se pueden leer. Que están mal escritos, vaya. Historias que no se entienden porque no se cuentan bien. Y no se cuentan bien, porque el periodismo es un oficio y, como tal, se aprende en las redacciones y no en las facultades. Pero resulta que en las primeras cada vez quedan menos maestros.
Guerra a las mayúsculas
Se escribe mal. Y se puede culpar a las prisas por ello. Pero no sería cierto. Para escribir una letra mayúscula (la «caja alta») hace falta pulsar, al menos, dos teclas. Sólo una para la minúscula. Y, encima, resulta que tantas mayúsculas son innecesarias. Sirva sólo como ejemplo, que para hablar de la pasiva, la jerarquización de la información o la atribución a las fuentes ya habrá ocasión. De las faltas de ortografía, mejor no hablamos. El abuso de las mayúsculas resulta molesto, porque resta fluidez a la lectura. Como se la restan también las subordinadas innecesarias, el mal uso de los signos de puntuación o la incorrecta elección de los verbos. Pero, insisto, en las redacciones no va quedando ya nadie que enseñe el oficio a los egresados de las facultades de Periodismo, que se convierten a un tiempo en aprendices y maestros de sí mismos.
Las leyes de la ortografía establecen claramente cuándo hay que utilizar las letras mayúsculas. Y el periodista está obligado a aferrase a ellas. Al principio de cada frase y al inicio de los nombres propios. No hay más, salvo el caso de las siglas, de cuyo abuso periodístico se podrían escribir tesis. Los plurales, por definición, no pueden ir en mayúsculas, por muy importantes que sean los programas de igualdad en las empresas. Y cuando se dice que las instituciones se escriben con mayúsculas es, precisamente por este motivo, por tratarse de un nombre propio, algo que se estudia en los primeros años del colegio y se olvida en la facultad. Por esta razón se escribe con mayúscula Ayuntamiento de Sevilla, pero ni los ayuntamientos sevillanos ni el consistorio hispalense, pues se trata en ambos casos de nombres comunes.
Tampoco se escribe el Jurado de los premios, por el mismo motivo: jurado es un nombre común, salvo que nos refiramos al apellido de la más grande. Ni es correcto introducir mayúsculas en mitad de una palabra, por mucho que las marcas comerciales, por cuestiones de diseño, lo hagan en sus logotipos…
Es, repito, sólo un ejemplo. En el periodismo actual hay muchas cosas que no funcionan bien. Algunas son formales, como este uso infame de la ortografía, y otras son de fondo. No me pregunten por qué. Las cosas son como son. Como la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Y, por desgracia, el periodismo es mucho más de bajas que de altas.